domingo, 21 de abril de 2024

El cuarto mandamiento.- Booth Tarkington (1869-1946)


Booth Tarkington - Wikipedia, la enciclopedia libre
Capítulo primero


  «El comandante Amberson hizo su fortuna el año 1873, precisamente cuando otras gentes andaban perdiendo las suyas, y de entonces data el comienzo de la magnificencia de los Ambersons. Es la magnificencia, como la importancia de un caudal, relativa siempre, y así lo descubriría el mismísimo Lorenzo el Magnífico si su espíritu visitara el Nueva York contemporáneo; fueron magníficos los Ambersons para su época y para la ciudad en que vivían. Su esplendor subsistió durante todos los años que vieron a su ciudad del Midland extenderse y tornarse sombría hasta llegar a ser grande urbe, mas alcanzó su mayor brillo en aquella época en que todas las familias pudientes y con niños tenían un perro de Terranova.
 En aquella ciudad, y en aquellos tiempos, todas las mujeres que gastaban sedas y terciopelos conocían a todas las mujeres que gastaban sedas y terciopelos, y si alguna compraba un abrigo de piel de foca, hasta las inválidas eran llevadas a la ventana para que lo vieran pasar por la calle. En las tardes de invierno, briosos trotones corrían presurosos por National Avenue y Tennessee Street arrastrando trineos; caballos y conductores eran de todos conocidos; y también los conocían cuando llegado el verano eran los veloces y ligeros tílburis los que renovaban las competencias y carreras del invierno. Todo el mundo conocía los coches familiares de los demás y podía identificarlos en la calle a media milla de distancia, habilidad en extremo útil para asegurarse de quién iba de compras, quién a una fiesta, o a casa desde la oficina o tienda, ya fuera para el almuerzo, ya para la cena.
 Durante los primeros tiempos de esta época predominaba la opinión de que la elegancia personal debía juzgarse más bien por la calidad de las telas usadas que por la forma a éstas dada. No era preciso reformar un vestido de seda al cabo de un año, poco más o menos, de estrenado, pues tal vestido continuaría siendo elegante mientras continuase siendo de seda. Los ancianos y los gobernadores vestían de fino paño negro, de más de veintinueve pulgadas de ancho; el traje de etiqueta era del mismo paño, con pantalones de otro más fino que parecía ante; y no había ningún hombre, fuera su edad la que fuera, que creyese que un sombrero pudiera ser otra cosa que un objeto rígido, alto y sedoso, que los deslenguados conocían con el irreverente nombre de “tubo de chimenea”. Aquellos hombres no hubieran aceptado ninguna otra clase de sombrero ni para la ciudad ni para el campo, y eran capaces de remar en el río tocados con él, sin experimentar embarazo alguno.
 Llegó un día en el que la “última moda” derrocó la aristocracia de la buena calidad. Modistas, zapateros, sombrereras y sastres se hicieron más astutos, lograron mayor autoridad, y hallaron medios de convertir en vieja la ropa nueva. Apareció el sombrero hongo, y se extendió su uso de manera prodigiosa: un año parecía su copa un cubo; al siguiente, más se asemejaba a una cuchara. Aún había en todas las casas un sacabotas, pero las botas altas fueron suplantadas por zapatos y botines, y la forma de los primeros iba mudándose de año en año, siendo ahora sus puntas cuadradas y luego afiladas como la proa de un balandro.
 Los pantalones con raya planchada eran considerados cosa plebeya, pues indicaba aquel doblez que había estado la prenda almacenada en un estante, y por tanto que no fue cortada a la medida. Llamaban a estas prendas compradas hechas, “bajamés”, aludiendo al estante en que esperaron comprador. A principios de la década del 80, cuando privaban con las mujeres flequillos y tontillos, apareció en sociedad un nuevo tipo de petimetre, que recibió el nombre de “pisaverde”: vestía este pantalones ceñidos a la pierna, zapatos de punta afilada como la de un puñal, hongo de “cuchara”, chaqueta recta llamada “Chesterfield”, de faldellines cortos y amplios, cuello cilíndrico y torturador de tres pulgadas, planchado y replanchado hasta que brillaba como un espejo, y rodeaba a este ora con una gran corbata de “plastrón” o con un lacito que no desdijera en la trenza de una muñeca. Cuando de etiqueta se vestía, usaba un abrigo color cuero, tan desmedrado que asomaban por debajo los negros faldones del frac sus buenas cinco pulgadas; pero pasados un par de años se alargó este abrigo de tan desmesurada manera que llegaba a los talones del elegante, y al mismo tiempo aquellos ceñidos pantalones fueron desechados para dar lugar a otros que, de puro amplios, parecían sacos. Pasó el tiempo, y no se volvió a saber del “pisaverde”, aunque la palabra que para él fue inventada permaneció en uso, generalmente con significación peyorativa.
 Fueron aquellas épocas de más abundantes cabellos que la nuestra. Las barbas adoptaban extrañas formas, según el antojo de quienes las llevaban, y no era extraordinario contemplar cosas en verdad inusitadas y sorprendentes. Los bigotes crecían sobre la boca como descuidadas guardamalletas; y fue posible para un señor senador de los Estados Unidos dejarse una sotabarba que más bien parecía desplazado bigote, sin que ello se considerase lo bastante interesante para merecer de los periódicos una sola caricatura. Y esto último basta para demostrar que, no obstante los pocos años transcurridos, era aquella época bien distinta de la actual.
EL CUARTO MANDAMIENTO | BOOTH TARKINGTON | Comprar libro 9788420467351 Al principio de la gran época de los Ambersons, la mayoría de las casas en aquella ciudad del Midland eran de agradable arquitectura. Carecían de estilo, pero también carecían de pretensiones, y todo lo que no es presuntuoso ya de por sí tiene suficiente estilo. Se alzaban bien separadas entre sí, sombreadas por árboles que aún quedaban de los que en otros tiempos formaron bosques; olmos, hayas y nogales, y aquí y allá una alta fila de sicómoros crecían y medraban donde se había rellenado arenales y barrancas con tierra del monte. La casa del “Primer Contribuyente” daba a Military Square, a National Avenue o a Tennessee Street, y estaba edificada de ladrillo, con cimientos de piedra, o de madera con cimientos de ladrillo. Tenía, generalmente, un “porche principal” y un “porche trasero” (y algunas veces un “porche lateral”); tenía un “hall delantero”, un “hall lateral” (y algunas veces un “hall trasero”); del “hall delantero” se pasaba a tres habitaciones: “la salita”, “el cuarto de estar” y “la biblioteca”, y esta última pieza podía justificar su nombre, pues aquellas gentes, por algún motivo sería, acostumbraban comprar libros. Por lo general, la familia estaba más a menudo en la “biblioteca” que en el cuarto de estar, y las visitas, cuando eran de “cumplido”, eran llevadas a “la salita”, lugar éste de pulimento e incomodidad extraordinarios. La tapicería del mobiliario en la biblioteca estaba algo deslucida, pero las hostiles sillas y sofá de la “salita” siempre parecían nuevos. Y, verdaderamente, por lo que se usaban bien pudieran haber durado mil años.
 Las alcobas estaban arriba: el cuarto de los padres, el más espacioso; uno algo más reducido para uno o dos hijos varones; otro para una o dos hijas. Cada una de estas alcobas tenía una cama de matrimonio, un “palanganero”, un “buró”, un armario, una mesita, una mecedora y, algunas veces, un par de sillas ligeramente averiadas en el piso bajo, pero en buen uso, y no parecía justificado el gasto de repararlas, ni discreto arrinconarlas por tan poca cosa en el desván. También había siempre un cuarto para huéspedes, en el cual era acostumbrado guardar la máquina de coser. Alrededor de 1870 comenzó a desarrollarse la opinión de que era necesario un cuarto de baño. Esto determinó que los arquitectos colocasen cuartos de baño en las casas nuevas; y las antiguas procuraron no quedarse atrás, para lo cual se sacrificaban los espaciosos armarios roperos de pared, y en el hueco así dejado se instalaba una tina, y junto al fogón de la cocina un calentador de agua. Esa planta siempre viva de la flora americana, los tradicionales chistes acerca de los usos, costumbres y tardanzas de los fontaneros, fue plantada en la vida nacional por aquel entonces.
 En la parte trasera de la casa, arriba, había una triste y angosta cámara llamada “el cuarto de la chica”, y en la cuadra, junto al pajar, otra alcoba llamada “el cuarto del criado”, sirviente admirable que para todo valía.
 Casa y cuadra costaban de siete a ocho mil dólares, y la gente que podía invertir cantidades de esa importancia en tales comodidades era llamada Los Ricos. Pagaban éstos a la habitante de «el cuarto de la chica» dos dólares a la semana, ya adelantada la época de que hablamos, dos dólares y medio, y muy a finales, tres dólares. Era «la chica», por lo común, irlandesa o alemana, o quizá escandinava, pero jamás indígena, como no fuese negra. “El criado”, que vivía en la cuadra, gozaba de emolumentos semejantes, y aunque también él era a veces un emigrante recién llegado en la cala del barco, por lo general se trataba de un hombre de color.
 Cuando salía el sol y era amable la mañana, los corrales de detrás de la cuadra presentaban un aspecto bien alegre: risas y voces llenaban el aire a todo lo largo de los polvorientos cobertizos, acompañadas de sonoros golpes dados con las almohazas contra las cercas y muros de la cuadra, pues los “morenos” gustaban de almohazar sus caballos en el patio. Prefieren siempre los «morenos» chismorrear a voces mejor que cuchicheando, y opinan que una palabrota, para que satisfaga a quien la dice, ha de pronunciarse con voz recia y sonora, y que si no, más vale callar. Allí la gente menuda aprendía frases abominables que luego repetían ante sus mayores pidiendo cumplida exégesis de su contenido, con frecuencia en momentos muy inoportunos. Los niños de menos desarrollada curiosidad se limitaban a repetir las frases en ocasiones de apuro o agobio, lo que atraía sobre sus cabezas tales consecuencias que solían recordarlas hasta ya muy entrados en años.»

      [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Alfaguara, 2005, en traducción de Fernando Santos, pp.10-14. ISBN: 978-84-2046-735-1.]

domingo, 14 de abril de 2024

54.- Wu Ming (Roberto Bui -Wu Ming 1-, Giovanni Cattabriga -Wu Ming 2-, Luca Di Meo -Wu Ming 3-, Federico Guglielmi -Wu Ming 4- y Riccardo Pedrini -Wu Ming 5-)


Narrativa transmediática y communal fiction en Wu Ming ...
Primera parte: Šipan

Capítulo 5

  «Declaración realizada el 8/01/1954 al comisario de la policía nacional Pasquale Cinquegrana sobre la desaparición de un caro aparato de televisión de marca americana de la base militar de las Fuerzas Aliadas de Agnano, Nápoles.

 Me llamo Pagano Salvatore, nacido en Nápoles el día 21 de julio de 1934. Mi madre se llamaba Carmela, pero todos la conocían como Nennella, sobre todo en Vergini. El barrio, quiero decir. El barrio de Vergini.
 De mi padre nada sé, y no digo más.
 A mí, sin embargo, los amigos, los chalanes de Agnano y también otros amigos, me llaman Kociss. Bueno, también Salva el de la Virgen, pero más Kociss. ¿No lo entiende? Kociss, con «k», ya sé que en nuestro alfabeto no existe, pero en el americano y los extranjeros, sí. La k, quiero decir. Pero ¿no conoce usted al gran futbolista húngaro? ¡Kociss!
 ¿Si soy futbolista? No, pero qué importa, número uno, porque yo al balón sé jugar de verdad, y aunque tengo casi veinte años, si tuviera más suerte hasta podría triunfar, pero da igual, porque el nombre me lo gané por algo que no tiene nada que ver con el balón, bueno, sí, tiene que ver, pero esto es otra historia. En fin, ¿tiene presente a ese gran equipo que es Hungría, que este año ganará a todos en la Copa del Mundo que se juega en Suiza? Pues en ese equipo hay varios jugadores y hay uno que mete cada gol de cabeza que, cómo le diría, los clava. Fulminantes. Él y Puskas meten goles a paladas, lo nunca visto, vamos. Y este que le digo los mete casi todos de cabeza, el no va más. Kociss.
 Pero, bueno, a lo que iba, que algunos amigos y otros también, ya sabe cómo son los amigos, siempre de coña, en fin, que me llaman así porque según dicen cuando me pongo a discutir con algún tipejo que tiene mal perder, cosa que no suele ocurrir, quede claro, pues eso, que pocas veces eso pasa y que si tú de qué vas, a mí no me vaciles, salen a relucir las madres y hasta ahí hemos llegado, ya me entiende, pues eso, que según ellos les suelto un cabezazo, aunque eso pasaría una vez, dos como mucho, ya sabe cómo son los amigos, y dicen que les dejo grogui, y por eso me pusieron ese nombre. Pero no era esto lo importante, perdone, lo que quería decirle es que en el asunto ese del televisor yo no tengo nada que ver.
[…]

Capítulo 11

  Declaración hecha el 25/01/1954 al comisario de la policía nacional Pasquale Cinquegrana por Pagano Salvatore, de padre desconocido, sospechoso del robo de un caro aparato de televisión de marca americana de la base militar de las Fuerzas Aliadas de Agnano, Nápoles.

 De acuerdo, entendido. Dice usted que hubo una persona que me vio por la base. Agnano, quiero decir. La base de los Aliados de Agnano. Pero ¿qué significa eso? Puede haberse equivocado, ya sabe lo que pasa cuando está oscuro, que cree uno reconocer a un amigo y en cambio es alguien que no tiene nada que ver. Eso es, así debe de haber sido. ¿Qué cree? Hay más de una persona que le puede decir que estaba en la fiesta. Ya le hablé la vez pasada de la fiesta, esa de Reyes. En el orfelinato de Santa Teresa. Por supuesto, para repartir los regalos a los críos, ¿cómo no? Puede preguntarle a sor Juliana, si usted quiere, allí no estaba oscuro, ella me vio perfectamente la cara, incluso hablamos. Y estaba además sor Magdalena, puede preguntarle también a ella. No pensará que dos monjas vayan a mentirle, son esposas de Cristo, ya conoce a las monjas, oración y buenas obras, no saben siquiera lo que es la mentira, es decir, entiéndame, lo saben, pero piensan que cuando se miente la Virgen llora, de veras, eso nos decían, ¿ya sabes lo que pasa si dices mentiras?
 A mí fueron ellas las que me educaron. Las monjas, quiero decir. Sor Juliana y sor Magdalena juntas. Usted mismo puede comprobarlo, hasta los trece años viví en el orfelinato de Santa Teresa, porque, en fin, mi madre apenas tenía dinero para ir tirando, la pobre, y con el oficio al que se dedicaba, no sé si me explico, una criatura era una buena carga. De mi padre, en cambio, no añado más. Hermanos, hermanas, tal vez tengo muchos, pero nunca nadie me ha dicho nada.
 Y ya que va, cuando vea a las monjas, pregúnteles a ellas si soy yo un delincuente, como dice. Ya sabe, ellas no dicen nunca mentiras. ¿Salvatore Pagano? Es un buen chaval, sí, siempre con los caballos, con las apuestas, pero ¿qué quiere usted?, de alguna manera se tiene que vivir. Porque a ellas, las monjas, tampoco las apuestas les hacen mucha gracia. Pues si uno apuesta demasiado, hace llorar a santa Teresa. Eso nos decían. Cada pecado tiene a su santo que llora, y cuanto más grave es el pecado más importante es el santo. Pero, perdone, le estaba hablando de las monjas. ¿Salvatore Pagano? No ha robado nunca nada, le dirían, aparte de algún que otro caramelo, y sí, claro, también algún que otro cigarrillo, y una vez, pero una sola vez, una botella de vino de la bodega, pero un televisor, eso es demasiado, ¿y dónde habría puesto él un televisor? No, no, Salva es un buen chaval, le dirían.
 Porque, mire, para demostrarle que quiero ser sincero con usted hasta el fondo, como en un confesionario, aparte de los caramelos, los cigarrillos y la botella de vino, una vez, pero una sola, ¿eh?, hubo también otra cosa. Y no creo que esto las hermanas se lo vayan a contar, porque, en fin, también ellas, en este caso, ¿entendido, no? Y esto es lo más gordo que he hecho nunca, con la mejor de las intenciones, por supuesto, algo justo, sí señor, pues de lo contrario las hermanas no me lo hubieran dejado hacer nunca, pues vivía aún medio con ellas, en aquel entonces. Sí, medio, en fin, a medias, a ratos, por el día me iba por mi cuenta y por la noche volvía con ellas a dormir. Tenía trece años, entonces.
54 wu ming - Vendido en Venta Directa - 145141054 ¿Le he dicho, no, que hay ciertos amigos, pero pocos, y otros también que me conocen como Salva el de la Virgen? No, no, tranquilo, no estoy cambiando de tema otra vez. Esto tiene que ver con esa cosa gorda, pero justa, que hice hace mucho tiempo, la de las monjas. En fin, le decía que me llaman así, Salva el de la Virgen, por el hecho de que yo, no solo precisamente, mejor dicho, junto con otras personas, hice llorar a la Virgen. ¿Para qué mentir, disculpe? Eso es una forma de hablar. No, a estas Vírgenes no las he hecho llorar con mentiras. Esas lloraban de verdad. Es decir, de verdad no, no era un verdadero milagro, era una mentira, pero lloraban, eso sí. ¿Que no entiende? Se lo explicaré mejor: esas otras personas con las que estaba echaban una mano a otras personas, gente importante, peces gordos. Estos peces gordos iban a muchísimos pueblos de los alrededores de Nápoles, Acerra, Marano, Afragola, hablaban de sus cosas, hacían propaganda, contaban sus proyectos. Y cuando se iban, y la gente seguía aún toda allí, al pie del escenario, pues estos peces gordos hablaban desde un escenario, nos presentábamos nosotros. O sea, esas otras personas y yo. Y no es que yo tuviera que hacer gran cosa, me mandaban a la iglesia del pueblo, junto con el párroco, que estaba también con nosotros, y en un momento dado tenía que salir yo corriendo afuera, como loco, diciendo que había visto llorar a la Virgen, que era un milagro, ¡corred!, que una viejecita que estaba a mi lado se había desmayado del susto. Y había veces en que esas otras personas que estaban conmigo habían colocado una botellita de agua dentro de la estatuilla de la Virgen, y ella lloraba de veras, es decir, de veras no exactamente, no es que fuera un milagro, pero, en fin, parecía que llorase. Pero en otras ocasiones no era necesario, bastaba con que los del pueblo vieran al chaval y a la viejecita que decían sí, que la Virgen había llorado, que ellos la habían visto, mientras aquel pez gordo decía que había que votar por él, cruz sobre cruz, pues si no ni Virgen ni Italia ni nada, iban a llegar esos ogros que se comían a los niños y… ¿No quiere que le cuente esta historia? ¿Que ya la conoce? Está bien, está bien, no diré nada más, ya le dije que era algo gordo, que a usted se lo quería contar todo, como en un confesionario, en fin, pero a mí esa gente me la hicieron conocer las monjas, y me dijeron que, bueno, había mentiras y mentiras, y que ésa era con buenas intenciones, también usted hubiera dicho mentiras buenas, y esta era una de ellas, y era tan buena que a fuerza de decirla parece que salvamos a Italia en el cuarenta y ocho, yo y esas otras personas… Está bien, no le interesa, ya lo he entendido, acabo enseguida, en cualquier caso fue por eso por lo que algunos amigos, pero pocos, y también otros me llamaban Salva el de la Virgen. A mí, Kociss me gusta mucho más.
 Pero si no quiere oír esta historia, vuelvo a decirle que yo con este problema del televisor americano no tengo nada que ver. Y esto de la Virgen es lo más gordo que he hecho nunca.
 ¿Las cinco mil liras, dice? ¿Qué cinco mil liras? ¿Que las tenía en el bolsillo? Bueno, sí, es cierto, cinco mil liras, pero esas son mías. ¿Y cree que si hubiera vendido a alguien un televisor americano le habría pedido nada más que cinco mil liras? Vale veinte veces más, por lo menos. Pero le parece extraño que uno como yo vaya por ahí con cinco mil liras en el bolsillo. Y bueno, ya le he dicho que tampoco a las monjas les gusta, pero que yo apuesto a los caballos, que santa Teresa me perdone, y las veces que gano, me saco alguna cosa. Además, ya sabe lo que pasa, siempre ando por el hipódromo, y limpia aquí, lleva esto allá, vete rápido a hacer una apuesta para el señor que no quiere molestarse, y también así se saca uno algo. Pero poquita cosa, cuatrocientas, quinientas liras como mucho. Las cinco mil liras, esas las gané a los caballos. En el Gran Premio del domingo éramos tres, me parece, yo aposté por Monte Allegro, todos decían que ganaría Ninfa y en cambio ganó Monte Allegro. Ya sabe, Agnano es mi segunda casa, o mejor dicho, incluso la primera, y yo los caballos los conozco bien de verdad, y Ninfa el día antes había tenido un cólico de miedo, mientras que Monte Allegro estaba en buena forma. El totalizador lo daba a cien liras, puede comprobarlo usted mismo, y yo aposté por él todos mis ahorros, quinientas liras, exactamente.
 ¡Una gran apuesta, comisario, nunca he visto tanto dinero en mi vida!»

      [Wu Ming es el pseudónimo de un grupo de escritores italianos que trabajan de forma colectiva].
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Mondadori, 2003, en traducción de José Ramón Monreal, pp. 50 y 75-76. ISBN: 978-84-3970-985-5.]


domingo, 7 de abril de 2024

El amigo.- Sigrid Nunez (1951)


Nunez, Sigrid - Editorial Anagrama
3


 «Más que escribir sobre lo que sabéis, nos dijiste, escribid sobre lo que veis. Asumid que sabéis muy poco y que nunca sabréis mucho hasta que hayáis aprendido a ver. Llevad una libreta para anotar lo que veis, por ejemplo, cuando salís a la calle.
 Dejé de llevar cualquier tipo de libreta o diario hace mucho tiempo. Ahora lo que me parece ver a menudo cuando salgo a la calle es gente sin hogar o gente que parece tan desamparada que asumo que son personas sin techo. Sin embargo, no es raro ver a una persona así con un teléfono móvil. Y, si no me equivoco, cada vez más tienen mascotas.
 En Broadway, en Astor Place, veo un perro totalmente solo rodeado de distintas pertenencias: una mochila llena, unos cuantos libros de bolsillo, un termo, un saco de dormir, un despertador y algunos contenedores de comida de corcho blanco. Es la ausencia humana lo que hace que la escena sea insoportablemente conmovedora.
 Veo a un borracho que se ha hecho pis encima despatarrado ante un portal. SOY EL ARQUITECTO DE MI PROPIO DESTINO, dice su camiseta. Al lado, un mendigo con un letrero escrito a mano: EN SU DÍA FUI ALGUIEN.
 En una librería: un hombre va de mesa en mesa, cogiendo tal libro y luego tal otro, sin ni siquiera mirarlos después. Lo sigo un rato, curiosa por ver qué libro le dicta comprar este método, pero se marcha de la tienda con las manos vacías.
 Aquí hay algo que no vi pero que habría visto si hubiese doblado la esquina solo unos minutos antes: una persona salta de la ventana de un edificio de oficinas. Cuando llegué, ya habían cubierto el cadáver. Lo único que pude averiguar más tarde fue que era una mujer de cincuenta y tantos. Justo antes del mediodía de un buen día de otoño, en una manzana abarrotada de gente. ¿Cómo hizo sus cálculos, me pregunto, para no chocar contra nadie? O simplemente tuvo…, simplemente tuvimos… suerte.
 Grafiti en el edificio de Filosofía: Una vida con examen tampoco merece la pena ser vivida.
  
 En la ceremonia de un premio literario celebrado en un club privado del Upper East Side. Emerjo del metro en la Quinta Avenida. El club está a seis manzanas. Veo a dos personas que también acaban de salir del metro: una mujer que parece tener sesenta y tantos acompañada de un hombre de la mitad de esa edad. Podrían ir a un millón de sitios en ese barrio, pero me da por pensar que se dirigen a donde yo me dirijo. Cosa que acaba siendo correcta. ¿Qué advertí en ellos? No sabría decirlo. Para mí es un enigma que la gente del mundillo literario sea tan identificable. Como aquella vez que pasé por delante de tres hombres en el reservado de un restaurante de Chelsea y los calé incluso antes de que uno dijese: Esto es lo bueno de escribir para The New Yorker.

 En el buzón, las galeradas de una novela y una carta del editor: Espero que te parezca esta primera novela tan falsamente profunda como a mí.
  
 Notas para clase.
 Todos los escritores son monstruos. Henry de Montherlant.
 Los escritores siempre están vendiendo a alguien. [Escribir] es un acto agresivo, incluso hostil…, la táctica de un maltratador secreto. Joan Didion.
 Todo periodista… sabe… que lo que hace es moralmente indefendible. Janet Malcolm.
 Todo escritor que se precie sabe que solamente una pequeña proporción de la literatura de verdad compensa en parte a las personas por el daño que han sufrido al aprender a leer. Rebecca West.
 Parece no haber remedio para el vicio de la literatura; esos enfermos persisten en el hábito a pesar del hecho de que ya no se deriva ningún placer de ello. W. G. Sebald.
 Cada vez que veía sus libros en un comercio, sentía que se había salido con la suya, dijo John Updike.
 Que también expresó la opinión de que una persona agradable no se convertiría en escritor.
 El problema de la baja autoestima.
 El problema de la vergüenza.
 El problema del desprecio hacia uno mismo.
 Una vez lo dijiste así: Cuando estoy tan harto de algo que estoy escribiendo que decido dejarlo y, luego, más adelante, siento irresistibles ganas de volver a ello, siempre pienso: Como un perro hacia su vómito.
 Si alguien me pregunta de qué doy clase, dice uno de mis colegas, por qué nunca puedo decir “escritura” sin sentirme avergonzado.
    
El amigo - Nunez, Sigrid - 978-84-339-8038-0 - Editorial Anagrama Horas de oficina. El estudiante se refiere a cierto hecho de su vida y dice: Pero esto usted ya lo sabía. No, le digo, no lo sabía. Parece molesto. ¿Qué quiere decir? ¿No leyó mi relato? Le explico que nunca asumo automáticamente que una obra de ficción sea autobiográfica. Cuando le pregunto por qué piensa que yo debería saber que él estaba escribiendo sobre sí mismo, se muestra confundido y dice: ¿Sobre quién más podría estar escribiendo?
  
 Una amiga mía que está escribiendo unas memorias dice: Odio la idea de escribir como una especie de catarsis, porque parece imposible que eso genere un buen libro.
  
 No puedes esperar consolarte de tu dolor escribiendo, advierte Natalia Ginzburg.
 Recurramos entonces a Isak Dinesen, que creía que cualquier pena se podía hacer soportable metiéndola en un relato o contando una historia sobre ella.
  
 Supongo que yo hice hacia mí misma lo que los psicoanalistas hacen por sus pacientes. Expresé alguna emoción duradera y profunda. Y, al expresarla, la expliqué y la dejé descansar. Woolf está hablando de escribir acerca de su madre, ya que los pensamientos sobre ella la habían obsesionado entre los trece (su edad cuando su madre murió) y los cuarenta y cuatro, cuando, en un gran ataque aparentemente involuntario, escribió Al faro. Tras cuya escritura, la obsesión cesó: Ya no oigo su voz; ya no la veo.

 P. ¿La eficacia de la catarsis depende de la calidad de la escritura? Y si alguien llega a la catarsis por escribir un libro, ¿es relevante o no que el libro sea bueno?
 Mi amiga también está escribiendo acerca de su madre.
 A los escritores les encanta citar a Miłosz: Cuando en el seno de una familia nace un escritor, la familia termina.
 Cuando metí a mi madre en una novela, nunca me lo perdonó.
 Nada que ver con, pongamos, Toni Morrison, a la que le parecía que basar un personaje en una persona real era violar los derechos de autor. Una persona es dueña de su vida, dice. No ha de usarse en la ficción.
  
 En un libro que estoy leyendo el autor habla de gente de palabras en oposición a gente de puños. Como si las palabras no pudieran también ser puños. O no fuesen a menudo puños.
 Un tema importante en la obra de Christa Wolf es el miedo a que escribir acerca de alguien sea una manera de matar a esa persona. Transformar la vida de alguien en una historia es como convertir a esa persona en una estatua de sal. En una novela autobiográfica, Wolf describe un sueño recurrente de infancia en el que ella mata a su madre y a su padre escribiendo sobre ellos. El remordimiento por ser escritora la persiguió toda su vida.
  
 Me pregunto cuántos psicoanalistas realmente hacen por sus pacientes lo que Woolf hizo por sí misma. Apuesto a que no muchos.
  
 Podrán desacreditar las ideas de Freud a su capricho, decías, pero nadie osará decir que el tipo no era un gran escritor.
 ¿Freud fue una persona real?, oí preguntar a un alumno una vez.
 Fue un psicoanalista, por supuesto, quien dio con la expresión bloqueo del escritor. Edmund Bergler, como Freud, judío austriaco, fue seguidor de las teorías freudianas. Según la Wikipedia, Bergler creía que el masoquismo era la causa de todas las demás neurosis humanas, que lo único peor que la inhumanidad de unas personas hacia otras era la inhumanidad del hombre hacia sí mismo.
 (Pero una escritora tiene ración doble, dijo Edna O’Brien: el masoquismo de mujer y el de la artista.)»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 2019, en traducción de Mercedes Cebrián, pp. 38-40. ISBN: 978-84-339-4047-6.]