domingo, 24 de marzo de 2024

El Canillitas.- Artemio de Valle-Arizpe (1884-1961)

Artemio de Valle-Arizpe
Segunda parte

Octavo tranco
En el que se va a decir en dónde, cómo y por qué el Canillitas estuvo a punto de ser devorado   

 «Imponente era la borrachera que llevaba Félix. Era amplísima, de las de agarra-pollos, llamadas así con exacta propiedad porque con su peso avasallador se camina enteramente agachado, casi en cuclillas, como si se anduviese persiguiendo para tratar de atraparlas a unas de esas pequeñas y piadoras aves de corral.
 Lo echaba de un lado para otro su fabulosa ebriedad y en uno de estos irrefrenables bambaleos fue a darse un magno encontrón con un descuidado transeúnte y le puso un zapato encima de un pie, haciéndole lanzar una exclamación adecuada al dolor que sufrió, con unos indispensables pesiatales aforrados de porvidas, y exclamó luego que acabó de soltarlos:
 —¡Salvaje, qué pisotón me diste! Me has deshecho de este pie tres dedos por lo menos.
 —No se lo he dado. ¡Qué capaz que yo dé algo! Soy muy avaro, sépalo. Sólo se lo presté.
 —¿Conque sí? ¿Conque me lo prestó? Pues como por ahora no lo necesito para nada téngalo, se lo devuelvo.
 Y diciendo y haciendo asentó el pie de lleno en uno de los de Félix con una patada bestial.
 —No urgía la devolución, señor, se pudo haber quedado con él por más tiempo.
 —Como soy forastero y me voy de la ciudad, por eso le he hecho la entrega. ¡Yo para qué me voy a llevar nada prestado, ni menos de usted, a quien no conozco! Ah, oiga, como ganó buen interés por el tiempo que lo tuve en mi poder aquí tiene el rédito legal para que lo aproveche y lo goce. Y dígame si aún falta algo.
 Y sin más ni más el muy lebrón le bregó a Félix las piernas a pisotones, con los que casi se las desbarató, haciéndolo ver cometas encendidos y mil estrellas errantes de todos los colores; pero así y todo respondió muy comedido y suave, tragándose la dolencia:
 —Acepto los réditos porque yo voy a la ganancia, y como no quiero más de lo que me corresponde, pues usted me ha dado un gran excedente, aquí le devuelvo el sobrante. Recójalo.
 En un santiamén le asestó dos pares de excelentes zapatadas con las que casi le trituró una espinilla, lo cual al instante, hizo hervir a borbotones la ira del acoceado, y tanta era la ferocidad que mostraba en los ojos, que en cada uno de ellos tenía temblando una luz; parecía que sus niñas tenían presa una luciérnaga. Y a toda mano, con un milagro de sencillez, le dio un trascuernazo con el que lo echó boca abajo, y así caído como estaba, le suministró con galanura singular, una buena pisa de coces, y eso que estaba obscuro; con alguna claridad habría sido más pulida la pateadura y se la hubiese distribuido mejor por todo el cuerpo. Era cosa bien sabida que de todos los golpes que se repartían en la ciudad, al Canillitas le tocaba siempre una buena parte. Tenía estrellas contrarias.
 Félix para defenderse con algo, empezó a lanzar un sinnúmero de pedradas verbales, con las que le sangró la honra a su agresor, pues entre ellas salieron a relucir bonitamente el padre, la madre y no sé cuántos más de sus ascendientes, pero no solos, sino bien acompañados de sonoros y significativos epítetos. Les decía piadosos responsos de vituperios y anatemas. De repente el enfurecido golpeador suspendió su atareado trabajo y gritó con efusión:
 —¡Recáspita! ¡Si es el Canillitas! Por la voz y los voquibles lo he conocido. ¿Verdad que tú eres, Canillitas?
 —Sí, yo soy ¿y qué? ¿Y tú quién eres, carajuelo?
 —Tu amigo el doctor Pretinas, hombre. Otros me apodan Pelechotes.
 —En tus partos habías de andar, Pelechotes, hijo de mala madre y de los demonios, y no sobre mi cuerpo.
 —Voy a asistir a uno y tengo prisa en llegar, pues ya sabes, hermano Canillitas, que es cosa exacta, bien probada, que después de las alegres noches de posadas, a los nueve meses justos de esas fiestas, aumentan los nacimientos más que en ninguna otra época del año. Y es el caso que como los niños se encargan generalmente de noche, siempre vienen a las altas horas para desesperación de nosotros los infelices ayudadores a bien parir, en las cuales deberíamos estar en la ocupación continua y virtuosa de regalarnos el cuerpo con buenas bebidas, con el rostro abierto al regocijo, y no hacia una gritona parturienta. Ésta es una desconsideración de las mujeres para con nosotros, que las servimos en esos aprietos que tienen por culpa suya y de sus maridos o de sus amigos.
El canillitas: Artemio de Valle-Arizpe: Amazon.com.mx: Libros —Perdona lo que te presté, querido doctor Pretinas, o Pelechotes, como tú mejor atiendas y te acomode el nombre.
 —Perdona lo que te devolví, Canillitas.
 —También disculpa lo que te dije. Te puse de asco.
 —¿A mí? A mí no me dijiste nada, absolutamente nada, tranquilízate, no me pusiste de ningún modo. Ha sido a mi padre y a mi madre. A mí ni siquiera me mentaste. Yo no te había conocido; en esta viva tiniebla de las calles ¿quién se va a conocer? No hay ni un mal farol que alivie la obscuridad, con lo que se expone el pobre transeúnte, a que lo atropelle un alumbrado como tú. Pero yo, en justa compensación, al acabar el alumbramiento al que voy a asistir, también me alumbraré tanto o más que tú para celebrar, porque soy patriota, que mi querido México ha aumentado su población con un nuevo habitante, acaso con dos, según es la inflazón que he visto. Te convido, a tragar lo que quieras, sólido o líquido, luego que salga esa señora de su cuidado.
 —¡Ya lo creo que me convidarás! Pero no digas que salga de su cuidado, sino de su descuido. Sé que tiras buenos gajes, porque ustedes los curanderos ganan bastante.
 —No lo creas, los médicos nos hacen mucha competencia.
 —Si careces de blanca o de calderilla yo soy ése que convida ampliamente a los alifuces de rigor para nuestra mutua iluminación. Si no hay un bien nacido tabernero que nos los dé gratis e d’amore, me robo por ahí alguna cosilla baladí, la vendo, y con lo que me den por ella, producto honrado de mi trabajo de proponerla en venta, procuraremos emborracharnos, pues tengo intenciones de agarrar esta noche una buena borrachera.
 —Pues a la que traes ahora, ¿qué defecto le pones?
 —Entonces, si te parece, solamente me la perfeccionaré; le pondré adornos vistosos. Así —no se me olvida nunca— tu hermano el Molcas y yo nos adornamos con muchas y variadas galas una muy preciosa que traíamos ambos en una alegre tarde de toros. Por cierto que hace bastante que no veo al Molcas. ¿Qué es de él, vive o ya pudre?
 —Vive, sí; pero está medio tonto.
 —¿Ah, sí? ¿Medio tonto, dices? Entonces ha mejorado.
 Cada uno de estos bellacos tomó su derrota bajo la noche llena de tinieblas palpables. El doctor Pretinas o Pelechotes, como se le quiera decir, se lanzó rápido a sacar al mundo a aquel retoño, como buen recibidor o comadrón que era, y el Canillitas, columpiando el cuerpo con un gran vaivén, a lo de vas o vienes, lo llevó su fino instinto de ebrio a la bulliciosa taberna “La Virgen Adúltera”, de la que era propietario un jácaro dicho el doctor Falfurrias, y a donde llegó jadeando, y en la que a diario se reunía con sus amigachos, gente ociosa y corrillera, tahura, pendenciera y salaz. Allí no se oían más que roncas y porvidas, bravatas y pésetes, reniegos, votos y mentises.
 Como se ponía por las noches esa “Virgen Adúltera”, resultarían en parangón suyo lugares silenciosos de recogimiento y devoción, la torre de Babel o las cenas de aquel famoso Sardanápalo. Al ver al Canillitas los rufianes, asiduos concurrentes a ese establecimiento de holgorio, con aquella extraña facha y con aquella cara tan escuálida que los carrillos se le besaban por dentro, con más arrugas que un traje viejo, y creo que iba hasta más dentón que de costumbre, prorrumpieron en largas carcajadas caudalosas y elementales, y, entre tanto, el disfrazado jácaro, con los ojos llenos de azoro, no atinaba más que a decir con voz entrapajada a todos los rufos:
 —¡Ay, vengo hecho añicos!
 —¿Por qué añicos? ¡Años! No te los trates con tanto cariño.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Conaculta, 2007, pp. 246-249. ISBN: 978-97-0351-278-2.]

domingo, 17 de marzo de 2024

Mujeres sin pareja.- George Gissing (1857-1903)


George Gissing - Wikipedia, la enciclopedia libre
Capítulo XIII: Líderes en desacuerdo


 «Ése era el día del mes en que la señorita Barfoot daba su conferencia de las cuatro. El tema se había anunciado una semana antes: “La mujer como invasora”. Una hora antes que de costumbre las chicas dejaron de trabajar y dispusieron rápidamente las sillas para el reducido público. Esta vez eran trece las asistentes al acto: las chicas de la oficina y unas cuantas que habían acudido especialmente para la ocasión. Todas eran conscientes de la tragedia que había afectado recientemente a la señorita Barfoot. A ello atribuyeron la tristeza reflejada en la expresión de su rostro, tan en contraste con aquella con la que siempre las había recibido.
 Como siempre empezó en el tono de conversación más sencillo. No hacía mucho había recibido una carta anónima, escrita por algún oficinista en paro, en la que se la insultaba por promover la incorporación de las mujeres al secretariado. El mal gusto de la carta era comparable a su gramática, pero tenían que oírla.
 La leyó de principio a fin. Ahora bien, independientemente de quién fuera el autor, estaba claro que no se trataba de una persona con la que se pudiera discutir. No habría valido la pena contestarle, incluso si hubiera dado la oportunidad de hacerlo. Por todo ello, su poco civilizado ataque tenía un significado, y había un montón de gente dispuesta a apoyar sus argumentos en términos más respetables. “Os dirán que al entrar en el mundo comercial no sólo traicionáis a vuestro sexo, sino que causáis un perjuicio terrible al incontable número de hombres que luchan duramente para ganarse el pan. Reducís los salarios, presionáis un campo ya sobresaturado, perjudicáis a los miembros de vuestro sexo impidiendo que los hombres se casen, esos hombres que si ganaran lo suficiente podrían mantener a sus esposas.” Ese día, siguió la señorita Barfoot, no pretendía debatir los aspectos económicos de la cuestión. Iba a tratarla desde otro punto de vista, quizá repitiendo mucho de lo que ya les había dicho en otras ocasiones, porque ahora estos pensamientos rondaban por su cabeza de forma persistente.
 Sin duda, este injurioso sujeto, que declaraba ser suplantado por una joven que hacía su trabajo por un salario menor, tenía motivo de queja. Pero, en el miserable desorden del estado de nuestra sociedad, un agravio debía ser contrastado con otro, y la señorita Barfoot sostuvo que había mucho más que decir en favor de las mujeres que invadían lo que había sido el ámbito exclusivo de los hombres que de los hombres que empezaban a quejarse de esta invasión.
 —Mencionan media docena de oficios que al parecer son estrictamente exclusivos de las mujeres. ¿Por qué no nos dedicamos a ellos? ¿Por qué no animo a las jóvenes a que trabajen como institutrices, enfermeras y trabajos así? Pensáis que debería responder que ya hay demasiadas candidatas para esos puestos. Sería cierto, pero prefiero no utilizar ese argumento, que a buen seguro nos haría polemizar con el oficinista en paro. No, para resumir, no estoy ansiosa de que ganéis dinero, sino de que las mujeres en general se conviertan en seres humanos razonables y responsables.
 Prestad atención. Una institutriz, una enfermera, puede ser la más admirable de las mujeres. No animaré nunca a nadie a que abandone la carrera que sin duda le satisface. Pero ése es el caso de unas pocas entre el inmenso número de chicas que deben, si no son personas despreciables, encontrar de algún modo un trabajo serio. Como yo misma he seguido estudios de secretariado, y estoy capacitada para dicho empleo, busco a chicas con esa mentalidad, y hago lo que puedo para prepararlas para que trabajen en oficinas. Y (aquí tengo que volver a ser enfática) me siento feliz de haber hecho esta elección. Me siento feliz de poder enseñar a chicas a forjarse una carrera que mis oponentes consideran impropia de las mujeres.
 Ahora bien, "femenino" y "feminoide" son dos palabras muy distintas. Pero la segunda, tal y como la utiliza el mundo, ha pasado a ser prácticamente sinónimo de la primera. Un empleo femenino hace referencia a un empleo que los hombres desprecian. Y ahí está la base de la cuestión. Repito que no me obsesiona que consigáis ganaros el pan. Soy una persona revolucionaria, agresiva y luchadora. Quiero terminar con esa repetida confusión entre las palabras “femenino” y “feminoide”, y tengo muy claro que eso sólo puede conseguirse mediante un movimiento armado, una invasión por parte de las mujeres a las esferas en las que los hombres siempre les han prohibido entrar. Soy radicalmente contraria a esa visión de nosotras impulsada en el elegante lenguaje del señor Ruskin, puesto que habla por boca de esos hombres que piensan y hablan de nosotras desde el polo opuesto a la elegancia. Si viviéramos en el mundo ideal, creo que las mujeres no deberían pasarse todo el día encerradas en una oficina. Pero el hecho es que vivimos en un mundo lo más alejado posible del ideal. Vivimos en tiempos de guerra, de revueltas. Si la mujer no es ya femenina sino un ser humano con poderes y responsabilidades, debe volverse militante, desafiante. Debe llevar sus exigencias al límite.
 Una institutriz excelente, una enfermera perfecta, llevan a cabo un trabajo de inmenso valor; pero para nuestra causa de emancipación no nos sirven. No, son dañinas. Los hombres las señalan y dicen: “Imitadlas, quedaos en vuestro mundo”. Nuestro mundo es el mundo de la inteligencia, del esfuerzo honrado, de la fuerza moral. Los viejos modelos de perfección femenina ya no nos son de ninguna ayuda. Como el oficio religioso, que, a fuerza de tanto repetirlo, para el noventa y nueve por ciento de la gente no es más que palabrería, esos modelos han perdido vigencia. Debemos preguntarnos: ¿qué tipo de aprendizaje hará despertar a las mujeres, las hará conscientes de sus almas y conseguirá que tomen partido por una actividad saludable?
MUJERES SIN PAREJA EBOOK | GEORGE GISSING | Descargar libro PDF o ...  Tiene que ser algo nuevo, algo totalmente desligado del reproche a nuestra feminidad. Me da igual si terminamos excluyendo a los hombres. ¡No me importan los resultados siempre que las mujeres salgan fortalecidas, seguras y noblemente independientes! El mundo tiene que ocuparse de sus asuntos. Lo más probable es que vivamos una revolución social mucho mayor de lo que parece posible. Dejemos que llegue y ayudemos a que llegue. Cuando pienso en la despreciable desdicha de todas esas mujeres esclavizadas por la costumbre, por su debilidad, por sus deseos, me echaría a gritar: ¡Dejad que el mundo se hunda antes de que las cosas sigan así!
 Durante unos instantes le falló la voz. Tenía los ojos llenos de lágrimas. La mayoría de las chicas asistentes a la conferencia comprendía lo que encendía su pasión. Intercambiaron miradas graves.
 —El sujeto que nos injuria hará lo que pueda en la vida. Sufre las consecuencias de la estupidez de los hombres a lo largo de los siglos. No podemos hacer nada por él. Está muy lejos de nuestro deseo perjudicar a nadie, pero nosotras mismas estamos escapando de unas condiciones de vida intolerables. Estamos educándonos. Tiene que nacer una nueva clase de mujer, una mujer activa en cualquier ámbito de la vida: una nueva trabajadora en el mundo y una nueva ama de casa. Podemos conservar muchas virtudes del viejo ideal pero tenemos que añadir a ellas aquellas que han sido consideradas apropiadas sólo para los hombres. Que una mujer sea dulce, pero que sea fuerte a la vez; que sea de corazón puro, pero no en menor medida sabia e instruida. Puesto que debemos ser un ejemplo para aquellas de nuestro sexo que todavía no han despertado, tenemos que encabezar una lucha activa; tenemos que ser invasoras. No sé ni me importa la igualdad entre hombres y mujeres. No somos iguales en altura, en peso, en musculatura y, por lo que sé, puede que tengamos una mente menos poderosa. Pero eso no tiene nada que ver. Nos basta con saber que han mermado nuestro crecimiento natural. La gran masa de las mujeres ha estado siempre compuesta por criaturas mezquinas y su mezquindad ha sido una maldición para los hombres. Por tanto, si preferís entenderlo así, estamos trabajando tanto en beneficio de los hombres como de nosotras. Dejemos que la responsabilidad por los disturbios recaiga en aquellos que han hecho que despreciemos quiénes éramos. ¡A cualquier precio, y digo a cualquier precio, nos liberaremos de la herencia de la debilidad y de la miseria!
 El público tardó en dispersarse más de lo habitual. Cuando todas se hubieron ido, la señorita Barfoot aguzó el oído, intentando adivinar si se oían pasos en la habitación contigua. Como no detectó ningún ruido, fue a ver si Rhoda todavía seguía allí.
 Sí. Rhoda estaba sentada, pensativa. Alzó la vista, sonrió y se adelantó unos cuantos pasos.
 —Ha sido excelente.
 —Pensé que te gustaría.
 La señorita Barfoot se acercó aún más a Rhoda y añadió:
 —Iba dirigido a ti. Tenía la impresión de que habías olvidado lo que pensaba sobre estos temas.
 —Tengo muy mal genio —replicó Rhoda—. La obstinación es uno de mis defectos.
 —Lo es.
 Sus miradas se encontraron.
 —Creo —continuó Rhoda— que debería pedirte perdón. Tuviera o no razón me comporté de manera improcedente.
 —Sí, eso pienso yo.
 Rhoda sonrió, agachando la cabeza ante el reproche.
 —Y terminemos con esto —añadió la señorita Barfoot—. Démonos un beso y seamos amigas.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2001, en traducción de Alejandro Palomas, pp. 154-158. ISBN: 84-8428-077-2.]

domingo, 10 de marzo de 2024

El pequeño salvaje.- Thomas C. Boyle (1948)


Books T.C Boyle Stories Short Stories Books
3


  «Finalmente llegó el invierno de 1799, que fue especialmente riguroso. En aquel entonces, aparentemente cansado del bosque de La Bassine y vagando en busca del siguiente alijo de setas o de uvas silvestres o de bayas, y de las larvas que extraía de la pulpa de los árboles moribundos, había cruzado las montañas, a lo largo de la planicie entre Lacaune y Roquecézière, siguiendo de nuevo el curso del Lavergne hasta las inmediaciones de la villa de Saint-Sernin. Era a comienzos de enero, justo después de Año Nuevo, y el frío se había enseñoreado de todas las cosas. Al caer la noche, el chico se fabricó un nido con ramas de pino, pero durmió de manera irregular a causa de los temblores y el hambre, que le hacían mella en las entrañas. Con la primera luz del día se levantó y comenzó a escarbar entre los terrones dispersos de ese campo aletargado en busca de algo que llevarse a la boca: tubérculos, cebollas, la broza y los restos de los granos cosechados hacía mucho… De pronto un movimiento fantasmal llamó su atención. Vio que había humo elevándose por encima de los árboles al otro lado del campo. Estaba a cuatro patas, cavando. La tierra, húmeda. Un cuervo se burlaba de él desde los árboles. Sin pensarlo, sin saber lo que hacía o por qué, se levantó y corrió hacia la cabaña de donde salía ese humo.
 Adentro se hallaba François Vidal, el tintorero del pueblo, que acababa de levantarse y había encendido el fuego para calentar la estancia y prepararse unas gachas. No tenía hijos, era viudo y vivía solo. De las vigas del único cuarto de su cabaña colgaban las hierbas, las flores y los hierbajos pantanosos que usaba como tintes. Era la única persona en toda la región que podía producir un bon teint de púrpura real sobre lana virgen, empleando su propia mezcla y sus fijadores, así que, por pura necesidad, era un hombre extremadamente reservado. ¿Deseaban sus competidores hacerse con sus recetas? Oh, sí, desde luego. ¿Lo espiaban? No estaba seguro de ello, pero tampoco podía afirmar que no lo hicieran. En cualquier caso, el tintorero salió de su casa en dirección al rudimentario establo para alimentar y ordeñar a su vaca, pensando en apartar la nata para completar sus gachas. Fue entonces cuando vio algo —un oscuro centelleo animal— que se erguía contra la tierra parda y el fondo de los árboles sin hojas.
 No tenía ningún prejuicio, pues a sus oídos no habían llegado los rumores procedentes de Lacaune, o siquiera de la villa más cercana. Así que cuando sus ojos enfocaron aquella figura y registraron la imagen en su cerebro, vio que no se trataba de un animal, sino de un niño humano, un muchacho sucio, que caminaba hacia él sin protección alguna contra los elementos. Se le veía muy necesitado. Así que el hombre estiró la mano en señal de invitación.
 Siguió a continuación una lucha de voluntades. Como el chico no respondía, Vidal extendió ambas manos, con las palmas abiertas, para mostrarle que estaba desarmado y le habló con voz suave y tono persuasivo, aunque el niño pareció no entender, o siquiera escuchar, lo que el otro le decía. En su infancia, Vidal había tenido una medio hermana sordomuda, y la familia había creado su propio sistema de signos para comunicarse con ella, si bien el resto de los habitantes del pueblo tendían a rechazarla como si se tratara de un monstruo de feria. Fueron esos signos los que empezó a recordar el tintorero mientras se hallaba allí, muerto de frío, contemplando al chico desnudo. Si, como parecía, el niño era sordomudo, entonces quizás sabría responder a sus gestos. Las manos de Vidal, manchadas con los residuos de sus tintes, describieron fugaces y elegantes figuras, pero todo fue en vano. El chico seguía allí, paralizado, los ojos oscilando entre el rostro del tintorero y la casa, el establo, el humo que se achataba antes de dispersarse por el cielo. Finalmente, temiendo espantarlo, Vidal retrocedió lentamente hacia la cabaña, hizo un gesto de invitación en el umbral y dejó la puerta abierta tras él.
 Poco después, cuando Vidal se hallaba agazapado frente al hogar tras haber ordeñado a la vaca Rousa, que mugió a causa de un sonido que se sintió como un remoto e intermitente parte meteorológico proveniente de las colinas, el chico se acercó al umbral lo suficiente para que Vidal pudiera observarlo por fin con cierto detenimiento. Le extrañaba que alguien permitiera que su niño anduviera por ahí como un animal salvaje, con toda la mugre del bosque incrustada en cada poro de su piel, con el pelo lleno de abrojos y palitos y moho, y con las rodillas casi tan callosas como los pies. ¿Quién era aquel muchacho? ¿Acaso había sido abandonado? Entonces vio la cicatriz en el cuello del niño y la respuesta a sus preguntas le pareció evidente. Cuando le hizo un gesto para que se acercara al fuego, señalando también el cazo renegrido donde espesaban las gachas, Vidal vislumbró el rostro de su hermana muerta.
 Con cautela, paso a paso, el chico se acercó al fuego. Y con la misma precaución, pues temía que cualquier movimiento brusco pudiera hacerlo retroceder por la puerta, Vidal echó algo más de leña en el hogar hasta que las llamas se avivaron. Retiró el cazo del fuego y lo puso a enfriar en la rejilla. La puerta seguía abierta. La vaca mugió. Usando sus manos para comunicarse, el tintorero le ofreció al chico un plato de gachas que despedía un fragante vapor. También tenía la intención de ir a buscar un poco de leche y de cerrar la puerta en cuanto se ganara su confianza, pero el chico no demostró ningún interés en la comida. Se mostraba inquieto, vacilante, y tenía los ojos fijos en el fuego. Se le ocurrió a Vidal que quizás el niño no supiera lo que eran las gachas, que no supiera lo que era un plato o una cuchara, y mucho menos cómo se usaban. Así que hizo algunos gestos para recrear la pantomima del acto de comer, tal como lo haría un padre con su hijo, llevándose la cuchara a los labios y probando las gachas, masticando y tragando exageradamente e incluso frotándose el abdomen en círculos y sonriendo satisfecho.
 El chico se mostró inmutable. Simplemente permaneció allí, titubeante, aparentemente fascinado por el fuego. Y es casi seguro que habría seguido así todo el día si no hubiera sido por la repentina ocurrencia del viejo. Quizás habría alimentos más rudimentarios, pensó, alimentos del bosque o del campo que el niño estuviera acostumbrado a comer sin temor. Nueces y cosas por el estilo. Miró a su alrededor. No había nueces. No era temporada. Pero en una cesta recostada contra la pared del fondo estaba el puñado de patatas que había traído del sótano con la intención de freírlas en manteca para la cena de esa tarde. Con mucho cuidado, haciendo gestos ostensibles con el cuerpo y las manos para no alarmar al niño, se levantó, y lentamente —tan lentamente que alguien podría haberlo tomado por un niño en pleno juego de las estatuas— se acercó a la pared, levantó la tapa de mimbre y, continuando con la pantomima, levantó la cesta para mostrarle al niño su contenido.
 Con eso bastó. En un instante el niño estaba allí, a unos pocos centímetros, el olor salvaje manando de su cuerpo como el almizcle, las manos escarbando en la cesta hasta hacerse con todas y cada una de las patatas —serían una docena o más—. Luego, con un solo movimiento, se plantó frente al hogar y empezó a arrojarlas una a una al fuego. Su rostro se iluminó de repente, los ojos desorbitados. De sus labios escapó una serie de chillidos breves e inarticulados. En cuestión de segundos, en el tiempo que le llevó a Vidal entornar la puerta y cerrarla del todo, el chico había metido ya las manos en las brasas y había sacado una de las patatas todavía crudas, quemándose los dedos en el proceso. De inmediato, como si no tuviera noción de lo que implicaba la cocción, comenzó a mordisquearla compulsivamente. Una vez hubo terminado, agarró la siguiente y luego otra, y otra, repitiendo la misma secuencia, sólo que ahora las patatas estaban chamuscadas por fuera y crudas por dentro, y los dedos del niño visiblemente quemados.
IMPEDIMENTA » El pequeño salvaje Afligido ante esta imagen, Vidal intentó mostrarle cómo se usaban las pinzas de hierro, pero el niño lo ignoró completamente. Peor aún, miró a través de él como si no existiera. El tintorero le ofreció queso, pan, vino. El niño, sin embargo, no demostró ningún interés y no reaccionó hasta que a Vidal se le ocurrió servirle un vaso de agua de una jarra que había sobre la mesa. Lo primero que hizo el niño fue intentar lamer el agua del vaso, pero entonces pareció comprender y se lo llevó a los labios hasta dejarlo vacío. Pidió más. Fascinado como si se tratara de un zorro que se hubiera puesto a dos patas para sentarse con él a la mesa, Vidal siguió llenándole el vaso hasta que el niño estuvo saciado. Finalmente, desnudo y mugriento, el crío se acurrucó sobre las losas que había delante del fuego y se quedó profundamente dormido.
 Durante largo rato el tintorero se limitó a contemplar desde una silla a esa súbita aparición que había irrumpido en su vida. Se levantaba de vez en cuando para avivar las llamas o para encender su pipa. No tenía la menor intención de trabajar, no en un día como ése. Sólo podía pensar en su medio hermana, Marie-Thérèse, una niña inusualmente pequeña y con un rostro poderosamente expresivo —era capaz de decir con sus gestos más de lo que muchos podían decir con su lengua—. Había sido producto del primer matrimonio de su padre con una mujer que había muerto de fiebre puerperal después de dar a luz a esa hija malograda que nunca terminó de ser aceptada por la madre de Vidal. Era siempre la última en ser alimentada y la primera en recibir una bofetada o un cogotazo cada vez que alguna cosa se torcía, así que la pequeña adquirió el hábito de vagar por ahí a solas, alejada de los otros niños, hasta que una noche no regresó a casa. Vidal tendría ocho o nueve años en ese entonces, así que ella debería de andar por los doce. Hallaron su cuerpo al fondo de un barranco. La gente dijo que seguramente se había extraviado en la oscuridad y había resbalado accidentalmente; pero incluso entonces, a pesar de que era sólo un niño, Vidal sabía lo que había ocurrido en realidad.
 La vaca Rousa mugió y sacó al tintorero de su ensoñación. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado de dejarla allí afuera? Se levantó con presteza, se enfundó el abrigo y salió a buscarla. Cuando regresó, el niño estaba recostado contra la pared del fondo, acurrucado y muerto de miedo, y mirándole como si fuera la primera vez que se veían. Todo estaba manga por hombro, la mesa volcada, las velas tiradas por el suelo y, por si fuera poco, todas las plantas que con tanto esfuerzo había ido agrupando ya no estaban colgadas sobre las vigas sino que se hallaban desparramadas por doquier. Intentó calmar al niño, hablándole con las manos, pero no sirvió de mucho. Cada uno de sus gestos coincidía con un gesto correspondiente del niño, que yacía con la espalda apoyada contra la pared, guardando las distancias, oscilando sobre sus pies y listo para dar el salto hacia la puerta, si hubiera sabido lo que era una puerta, claro está. Y sus mandíbulas… Sus mandíbulas entretanto parecían ocupadas. Pero ¿con qué? ¿Qué estaba comiendo? ¿Otra patata? Fue entonces cuando el tintorero vio la cola desnuda colgando como un hilo de babas de la comisura de sus labios y los dientes amarillos del chico mascando alrededor del amasijo de pelo pardo.
 Si antes había sentido simpatía, si había sentido afinidad y compasión por el muchacho, ahora lo único que el tintorero sentía era repulsión. Vidal era un hombre viejo, llevaba ya cincuenta y cuatro años sobre este mundo, y Marie-Thérèse llevaba muerta casi medio siglo. Lo del niño no era asunto suyo, en absoluto. Cautelosamente, con todos sus sentidos alerta como si se hallara dentro de una jaula con una bestia rabiosa, retrocedió hacia el umbral, salió de la casa y cerró la puerta.
 Esa misma tarde, mientras la lluvia helada aporreaba las calles de Saint-Sernin y azotaba con furia los campos, el niño salvaje fue entregado a la ciencia y, por ende, a la celebridad. Después de hacer rodar una de sus grandes ollas de hierro fundido por el patio a fin de mantener cerrada la puerta, Vidal fue directamente a ver a Jean-Jacques Constans-Saint-Estève, el Comisionado del gobierno para Saint-Sernin, con la intención de informar y ceder a las autoridades la responsabilidad sobre la criatura que había encerrado en su cabaña.»

  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2012, en traducción de Juan Sebastián Cárdenas, pp. 15-19. ISBN: 978-84-1513-066-6.]