lunes, 30 de noviembre de 2015

"Los consuelos de la locura".- Paul Sayer (1955)


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TRECE

 "Nosotros, es decir, yo, Alison, nuestra madre y nuestro padre, vivíamos en un extremo del pueblo, cerca de una ciudad grande, en un laberinto de casas de ladrillos rojos y tejados rojos, todas iguales a la nuestra, agrupadas de dos en dos y de cuatro en cuatro alrededor de unos rústicos parterres, haciéndose frente. [...]
 Cuando era muy pequeño, como no hablaba, me enviaron a una escuela especial con otros niños que tenían los ojos rasgados y recias cabezas planas. Podían ser muy violentos y hacer cosas locas, se mordían los dedos hasta el hueso y luego roían también el mismo hueso si podían hacerlo, se peleaban como posesos, mentes de bebé en cuerpos de niños crecidos. Algunos llevaban almohadillas de cuero atadas a la cabeza para protegerlos cuando se tiraban al suelo de duro cemento del patio, rodeado por una alta cerca. No se estaba tan mal allí, aunque pronto se dieron cuenta de que yo no era como los demás, y si bien creo que tal vez les hubiera gustado quedarse conmigo, por el hecho de que era tan tranquilo, finalmente me llevaron a un servicio infantil anexo a algún hospital, no sé dónde. Allí aprendí a leer y a escribir, ese tipo de cosas; decían que podía ser muy brillante. Solía ir a casa los fines de semana y durante permisos largos, hasta que pareció que ya no necesitaba realmente estar en un hospital y me sacaron y me llevaron a la misma escuela que Alison. Entonces fue cuando empezaron los ataques: saltaba como un resorte de mi silla y me revolcaba por el suelo de la clase, faltándome el aire, mordiéndome la lengua hasta perforarla, un cuerpo luchando contra sí mismo; dicen que supuestamente uno no recuerda lo que le sucede durante un ataque, pero yo me acuerdo de todo, la palpitación en mis sienes, el gusto de sangre en la boca, las miradas curiosas de mis compañeros de clase que se agrupaban a mi alrededor, y la mezcla de escepticismo y temor en el rostro de la maestra cuando se arrodillaba junto a mí. Me volvieron a llevar al hospital infantil.
 La gente del edificio solía hablar mucho de mí; esto no son imaginaciones, ya que mi oído era y ha sido siempre muy fino. A veces iba a la tienda a comprar algo para mi padre y empecé a darme cuenta del tono artificialmente alegre de la mujer tras el mostrador, que me contaba el dinero sobre la palma de la mano en voz alta y metódicamente, sin que ello fuese necesario. Los hombres que deambulaban por la calle siempre evitaban mirarme a los ojos. Y cuando estaba de permiso en casa, la noticia de mi llegada parecía filtrarse de una casa a otra con los estúpidos comentarios a los que aquella gente parecía ser aficionada:
 -Lástima. Qué lástima de familia. Pobrecitos.
 A veces otros chicos me daban una paliza, también chicas más mayores que yo, y mi madre examinaba mi cara cortada y ensangrentada y lloraba a su manera reprimida.
 Mi madre era alta y tenía la piel muy blanca. Tenía el pelo largo y oscuro, con algunas hebras blancas, y lo llevaba recogido en una austera cola de caballo con curiosas cintas de lunares. parecía gozar de las cosas pequeñas, cosas que mi padre y mi hermana hubieran considerado como estrictamente secundarias en su vida: la cocina, con sus armarios de pared amarillentos, la cajita del té con una virgen púrpura en la tapa, jarras y tazas viejas colgadas a intervalos irregulares, la caja de galletas bajo la pila, donde guardaba los trapos y la cera de los zapatos. De vez en cuando, se pasaba la velada escribiendo, si estaba de humor para ello, sobre todo poesía, llenando cuadernos de tapas lustrosas, sentada a la mesa de nuestra sala de estar. Esta actividad excitaba e irritaba a mi padre hasta el punto de arrebatarle el cuaderno de debajo del lápiz y leernos en voz alta a Alison y a mí, comentando:
 -¿Pero para qué sirve esto? Para nada, te digo. ¿Sabes por qué? Porque no dice nada.
 Alison se sentía molesta.
 -¡Calla, grosero! -decía-. ¿Por qué no haces algo creativo? ¿Por qué tienes siempre que hacerlo todo pedazos?"
 

domingo, 29 de noviembre de 2015

"Delgadina".- Federico Arana (1942)

 
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XI

12 de febrero de 1971

 "Delgadina ha estado llorando a lágrima viva todo el día de los novios, los amigos y los que aunque casados, siguen siendo novios. Es el día de San Valentín, y no ha habido quien la invite a bailar. (¿Qué vamos a decir de los bailes que no esté ya dicho hasta la saciedad por los moralistas? Pues diremos que, excepto los populares o regionales, los bailes son gravemente deshonestos. ¿Cuándo no lo serán? Cuando la que baile lleve un buen cilicio.
 Cuando, mientras dance, esté meditando en el juicio final.
 Cuando su pareja, en vez de piropear, rece jaculatorias.
 Cuando, en vez de un twist, la banda toque el Tantum Ergo.
 Cuando, en los bailes, no se beba sino agua clara.
 Cuando, la que baile, no se depile las cejas.)
 No ha recibido un solo regalo, una triste tarjeta o una vil felicitación: nada. Y ella ya sabe que esas son cosas de los comerciantes para enriquecerse a costillas de la ilimitada estulticia humana (eso es, que se vea que ésta es una novela de denuncia), pero de cualquier manera le rechoca que nadie se haya acordado de ella en momentos tan difíciles. Quiere entrar a estudiar sicología y no ha podido pagar las materias que le faltan: Física, Matemáticas y Biología. Ella para qué quiere las matemáticas si va a ser sicóloga. La Biología todavía, porque trae cosas del sistema nervioso, pero le recontrachocan las preguntas sobre la fotosíntesis: si no va a ser sicóloga de plantas. Pero es inútil, esa gente es tan terca y tan dura como el ogro y cada vez está viendo más difícil su ingreso en la universidad. ¿Cuándo se dará cuenta la juventud de que la docencia es el oficio de tinieblas mentales y que, quienes lo practican, no pueden enseñar más que la conjugación del verbo yo en todas sus horrísonas declinaciones? Y ahora faltan diez para las nueve y va a empezar "Latinoamérica presente", un testimonio elocuente del diario devenir del hombre, un intento de lanzar un puente de comunicación entre las conciencias latinoamericanas, un programa hondamente comprometido con el momento histórico que nos ha tocado vivir. Delgadina descubrió ese programa por casualidad y ahora lo escucha siempre. Se ha enamorado de esa voz viril y mundana y ha prometido ligárselo a como dé lugar. De ahí que esté tomando clases con el Negro Ojeda para tener la excusa e irrumpir en su programa. ¿Son incompatibles la instrucción y las virtudes? ¡Claro que no! Pero en todo caso, hay que dar preferencia a la mujer virtuosa sin instrucción antes que a la instruida sin virtudes. ¿Hablo con René Lupino? Servidor. Mire... bueno, mira, René, ¿te importa que rompa el turrón? Yo soy una consecuencia de tu programa, soy de izquierdas, vivo para cantar canciones latinoamericanas (que son como el desierto de los leones que ni es desierto ni tiene leones), ya me sé "Los ejes de mi carreta", "Eso de jugar a la vida" y me estoy aprendiendo "Plegaria a un labrador"... dame una oportunidad de participar, aunque sea para cantar una piececita o para ayudarte en cualquier cosa. ¿Quiere conocer realmente al Cisne? Consulte la sección amarilla del Directorio. Radio Sur... Radio Sur... Radio Sur... Has de despreciar todo, hasta la Gloria, si para alcanzarla tienes que arrancar un jirón de tu dignidad o de tu honra.   
 
21 de marzo de 1971
 
 Pues a mí me fue muy mal el año pasado, pero en éste las cosas cambiaron. Conocí a René Lupino. Un día agarré mi guitarra y me fui a Radio Sur. Llegué con los huevos hasta aquí, bueno, con los ovarios; y él me calcó con una sola mirada. Le dicen el Cisne de puros cabrones que son, pero es sensacional. Le envidian porque usa camisas de seda firmadas. Luego mis amigas decían que cómo podía andar con un tipo tan feo, tan chaparro, tan mamón y, para acabarla de embarrar, sin pescuezo (la calumnia consiste en decir del prójimo culpas o defectos que no tiene, o exagerar los que tiene); pero a mí me valía madres que no tuviera cuello y me enamoré a primera vista. Para hacerse amar sólo con la mirada, manténganse castamente el cuerpo y el espíritu durante seis días".      

sábado, 28 de noviembre de 2015

"Alicia en el País de las Maravillas".- Lewis Carroll (1832-1898)


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VII.- Una merienda de locos

 "Habían puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada, apoyando los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. "Muy incómodo para el Lirón", pensó Alicia. "Pero como está dormido, supongo que no le importa".
 La mesa era muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los extremos.
 -¡No hay sitio! -se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia.
 -¡Hay un montón de sitio! -protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón a un extremo de la mesa.
 -Toma un poco de vino -la animó la Liebre de Marzo.
 Alicia miró por toda la mesa, pero allí sólo había té.
 -No veo ni rastro de vino -observó.
 -Claro. No lo hay -dijo la Liebre de Marzo.
 -En tal caso, no es muy correcto por su parte andar ofreciéndolo -dijo Alicia, enfadada.
 -Tampoco es muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin haber sido invitada -dijo la Liebre de Marzo.
 -No sabía que la mesa era suya -dijo Alicia-. Está puesta para muchas más de tres personas.
 -Necesitas un buen corte de pelo -dijo el Sombrerero.
 Había estado observando a Alicia con mucha curiosidad, y éstas eran sus primeras palabras.
 -Debería aprender usted a no hacer observaciones tan personales -dijo Alicia con acritud-. Es de muy mala educación.
 Al oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas, pero lo único que dijo fue:
 -¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
 "¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!", pensó Alicia. "Me encanta que hayan empezado a jugar a las adivinanzas." Y añadió en voz alta:
 -Creo que sé la solución.
 -¿Quieres decir que crees que puedes encontrar la solución? -preguntó la Liebre de Marzo.
 -Exactamente -contestó Alicia.
 -Entonces debes decir lo que piensas -siguió la Liebre de Marzo.
 -Ya lo hago -se apresuró a replicar Alicia-. O al menos... al menos, pienso lo que digo... Viene a ser lo mismo, ¿no?
 -¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! -dijo el Sombrerero-. ¡En tal caso, sería lo mismo decir "veo lo que como" que "como lo que veo"!
 -¡Y sería lo mismo decir -añadió la Liebre de Marzo- "me gusta lo que tengo" que "tengo lo que me gusta"!
 -¡Y sería lo mismo decir -añadió el Lirón, que parecía hablar en medio de sus sueños- "respiro cuando duermo" que "duermo cuando respiro"!
 -Es lo mismo en tu caso -dijo el Sombrerero.
 Y aquí la conversación se interrumpió, y el pequeño grupo se mantuvo en silencio unos instantes, mientras Alicia intentaba recordar todo lo que sabía de cuervos y de escritorios, que no era demasiado.
 El Sombrerero fue el primero en romper el silencio.
 -¿Qué día del mes es hoy? -preguntó, dirigiéndose a Alicia.
 Se había sacado el reloj del bolsillo, y lo miraba con ansiedad, propinándole violentas sacudidas y llevándoselo una y otra vez al oído.
 Alicia reflexionó unos instantes.
 -Es día cuatro -dijo por fin.
 -¡Dos días de error! -se lamentó el Sombrerero y, dirigiéndose amargamente a la Liebre de Marzo, añadió-: ¡Ya te dije que la mantequilla no le sentaría bien a la maquinaria!". 

viernes, 27 de noviembre de 2015

"La conjuración de Catilina".- Cayo Crispo Salustio (86 a.C.- 35 a. C.)


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 "3.-Es hermoso hacer bien a la patria; tampoco es absurdo prodigarle elogios. Es posible conquistar renombre tanto en paz como en guerra; y han merecido alabanzas no sólo muchos que realizaron hazañas, sino los que describieron las emprendidas por otros. Al menos a mí, aunque no acompañe igual gloria al escritor y al autor de los hechos, me parece sobre todo difícil ser escritor de historias: principalmente porque la palabra debe estar a la altura de los acontecimientos, después, porque los más consideran que has juzgado por antipatía y envidia las cosas que censuraste como delito; y cuando se recuerda el gran valor y gloria de los buenos, cada cual acoge de buen grado lo que cree poder hacer con facilidad y considera como producto de la fantasía cuanto es superior a sus fuerzas.
 Yo cuando era muy joven, al principio, como muchos, fui empujado con ardiente deseo a la política y en ella me sucedieron muchos contratiempos. Pues en vez del pudor, del desinterés, da la virtud, estaban en boga la audacia, la prodigalidad y la avaricia. Y aunque mi espíritu no avezado a las malas artes sentía repugnancia por estas cosas, sin embargo, en medio de tan grandes vicios, mi flaca juventud quedó seducida por la ambición; y así, aun manteniéndose alejado de las corrompidas costumbres de los demás, por la sed de honores me dominaba el mismo descrédito y envidia que a ellos.
 4.-Así, pues, cuando mi ánimo encontró reposo de tantas calamidades y peligros y me resolví a pasar el resto de mis días alejado de la política, no fue mi propósito consumir aquella honesta quietud en la indolencia y la poltronería ni vivir inclinado a los serviles oficios de cultivar los campos o de la caza, sino que, volviendo al intento y empeño de que mi malvada ambición me había apartado, me propuse escribir las gestas del Pueblo Romano por partes, según me parecían dignas de mención; tanto más cuanto que mi ánimo estaba libre de esperanza, de temor y de partido político. Por eso hablaré brevemente y con la mayor fidelidad que pueda sobre la conjuración de Catilina, pues considero este hecho sobre todo memorable por lo inusitado del delito y de los peligros que acarreó. Pero antes de dar principio al relato expondré unas pocas cosas sobre las costumbres de este sujeto.
 5.-Lucio Catilina nació de noble cuna y estuvo dotado de grandes fuerzas de cuerpo y de talento, pero de índole mala y depravada. Le agradaron desde niño las guerras intestinas, las muertes, los robos, las discordias civiles y en esto pasó su juventud. Su cuerpo resistía más de lo que puede imaginarse el hambre, el frío, la carencia de sueño; su espíritu era osado, insidioso, versátil, capaz de fingir y disimular; ambicioso de lo ajeno, pródigo de lo suyo, ardiente en sus deseos, discreto hablando, escaso de buen sentido. Su ánimo insaciable anhelaba siempre cosas desmesuradas, extraordinarias, demasiado inasequibles. Después de la tiranía de Lucio Sila, le había ganado una sed inmensa de ocupar el Estado, y en nada le importaba el modo de conseguirlo con tal de levantarse con el poder. Inquietaba su espíritu de día en día la falta de patrimonio y la conciencia de sus delitos, dos cosas que él había acrecentado con los vicios que he recordado más arriba. Estimulábanle además las costumbres viciadas de Roma estragadas por dos grandes vicios y opuestas entre sí, el lujo y la avaricia. Y puesto que la ocasión me ha reclamado a citar las costumbres de la ciudad, el mismo asunto parece que me aconseja a tomar las cosas desde más atrás y tratar brevemente las instituciones de nuestros mayores en paz y en guerra, cómo administraron el estado, cómo lo engrandecieron y cómo poco a poco cambiado, de muy honesto y virtuoso vino a ser el más perverso y vicioso.
 6.-La ciudad de Roma fue fundada y habitada, según tengo entendido, por los Troyanos que, prófugos bajo el mando de Eneas, andaban vagando sin asiento fijo, y con ellos los Aborígenes, raza de hombres selvática, sin leyes, sin gobierno, libres e independientes. Después que estos pueblos se agruparon dentro de unos mismos muros, es increíble la facilidad con que se fundieron unos con otros, no obstante ser de linaje desigual y de diferente lengua y costumbres: así, en poco tiempo, una multitud dispersa y errante se constituyó en ciudad gracias a la concordia. Pero luego que su Estado, creciendo en habitantes, civilización, territorio, parecía bastante floreciente y poderoso, la opulencia, como sucede por lo general en las cosas humanas, engendró la envidia".

jueves, 26 de noviembre de 2015

"El maestro de piedra".- David Pownall (1938)


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XIX

 "-No te dejes el cordero para lo último. Está bueno caliente, aunque también frío. Entre un plato y otro es absurdo. Come con apetito y no te preocupes por el desorden. A mí me parece un buen lema para un masón. Eres mi invitado, Herbert Haroldson. No estaría bien que te insultase o te criticase. Si lo hago, recuerda, por favor, que es parte esencial de lo que digo y que no me produce ningún placer. En un momento dado, todos somos imbéciles. Lo que importa es cuándo surge ese momento. Algunos de nosotros somos imbéciles cuando dormimos; tú lo eres en los momentos cruciales. Intentar ganarse el favor del rey con la maqueta del Segundo Estilo de Emersión de Seersach fue una imprudencia. Para empezar, no contaste conmigo: un movimiento poco aconsejable. Yo vi la maqueta, naturalmente, porque me consultaron. No me quedé horrorizado, como los nobles y los obispos, ni me rasqué la cabeza con expresión estúpida. Mi opinión, que le expresé al rey en una breve misiva, se limitó a que la idea me parecía absurda, sin base alguna. No se apreciaban ninguno de los principios que nos han transmitido los antiguos. Carecía de las proporciones armoniosas de la divina aritmética. Era algo brutal, sin ningún refinamiento, el producto de un intelecto extraño. Una aberración, según mi sucinto veredicto. El flamenco y su acólito se han dejado seducir temporalmente por la arquitectura de la Naturaleza: eso les dije. Perdonadlos porque no saben lo que hacen.
 Me lanzas miradas furibundas, Herbert. Primero te llamo acólito, cuando tú te consideras un creador con la categoría de genio -Seersach lo es, y su Segundo Estilo, magnífico-, y después confieso haber suplicado que te perdonaran. ¡Inadmisible! Tanto como tu estúpida ambición. No eres un cantero de primera clase. Hace diez años que realizaste el último trabajo de calidad. La mayoría de las obras para las que te han contratado quedaron abortadas antes de terminarse o ni siquiera se llegaron a iniciar. La definición que más se ajusta a ti es la de mercenario, como les ocurre a las nueve décimas partes de los de nuestra profesión. No sientas demasiada vergüenza. Guarda un poco más para adelante, porque vas a necesitarla.
 Pero, ¿por qué habría de respetar más de lo estrictamente necesario un mercenario, aun en compañía de un genio, al romano Vitruvio, al griego Pitias, a los egipcios anónimos y sus pirámides e incluso los números? La historia sirve para consumirla, no para imitarla. ¿Por qué copiar las viejas formas cuando el mundo rebosa de formas que podemos permutar? Lo que estoy construyendo aquí, por ejemplo... ¿qué objetivo persigo con ello? ¿Agradar? ¿Hay algo en el aire que me dicte las proporciones entre la altura y la anchura? Cuando lo miro no veo una geometría lúcida, sino una confusión sin sentido, una gelatina. A veces tengo la esperanza de que se caiga para empezar de nuevo. Lo mismo le ocurre al rey. Le gustaría que el estado de Inglaterra se desmoronase para empezar de cero. Ninguno de los dos realizaremos nuestro sueño. Tendremos que continuar con la gelatina. Hans Seersach, que Dios lo tenga en su gloria, no hubiera hecho lo mismo. ¿Sabes que se ahogó en un abrevadero del mercado de Maastricht hace unas semanas? Sí, derrama unas lágrimas por él. Ese flamenco tenía una imaginación prodigiosa. Si hubiera visto a Federico, el sacro emperador romano (que no tenía nada de sacro ni romano) antes de que ese magnífico hereje muriese, es posible que el Segundo Estilo hubiese llegado a florecer, pero su nueva maqueta cayó en manos de los arquitectos del emperador, nuestros hermanos albigenses, y lo mataron para conservar su puesto. Hans Seersach era un hombre peligrosamente brillante. Le he dedicado un poema. Si quieres llorar mientras comes, ten cuidado con los huesos pequeños del pollo o te atragantarás. [...]
 Muchacho, cuando veo unos ojos como los tuyos desbordantes de lágrimas me gustaría salir corriendo y destrozar todo cuanto he construido. Ningún edificio puede ser tan elocuente como la aflicción de los jóvenes. Sé que tu futuro está echado a perder. En el fondo de tu corazón acariciabas la idea de que este mundo estaba cambiando para adaptarse a tus necesidades. El llanto equivale a la aceptación. Tú aceptas la muerte del gran talento y yo también. No sirvo para ser el masón del rey. No valgo ni la décima parte que tu héroe; pero conozco la gelatina y las formas que nadan en su interior sin llegar a hacerse realidad. No me desprecies demasiado. No odies a los hermanos alemanes que acabaron con tu amigo en Maastricht. No aceptamos el mundo tal y como es. Construir no es un acto de aceptación, sino de cambio; pero sólo cambiaremos lo que se encuentre dentro del miasma, no algo que se concrete fuera".  

miércoles, 25 de noviembre de 2015

"Fiesta".- Ernest Hemingway (1899-1961)


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XV

 "-Quiero ver a los toreros de cerca -dijo Mike.
 -¡Son algo! -afirmó Brett-. Ese muchacho, Romero, no es nada más que un niño.
 -Es un muchacho muy buen mozo -dije-. Cuando estuvimos allá, en su cuarto, nunca vi un muchacho más hermoso.
 -¿Cuántos años supone que tiene?
 -Diecinueve o veinte.
 -¡Imagínate!
 La corrida del segundo día fue mejor que la del primero. Brett estuvo sentada entre Mike y yo en la barrera, y Bill y Cohn se fueron arriba. Romero fue todo el espectáculo. No creo que Brett viera a otro de los toreros. Los demás, tampoco. Excepto los "técnicos" viejos. Romero lo era todo. Había otros dos matadores que no contaban. Estuve sentado al lado de Brett y le expliqué las diversas suertes. Le dije que observara al toro y no al caballo cuando el toro cargaba al picador. Y le hice observar al picador clavar su pica. De manera que ella vio cómo se desarrollaba, y se dio cuenta de que estaba siguiendo algo con una finalidad definida y no un espectáculo con horrores inexplicables. Le hice observar cómo Romero efectuó un quite, apartando con su capa al toro que se acercaba a un caballo caído, llevándose con la capa al toro y haciéndolo volver a otro caballo, tranquila y suavemente, cuidando de que el toro no se malograra. Vio que Romero evitaba todo movimiento brusco y guardaba sus toros para el final, cuando lo quería, no quebrados y descompuestos, sino suavemente gastados. Vio lo cerca del toro que Romero se colocaba, y le hice notar los trucos que usaban los otros toreros para aparentar que se acercaban. Ella comprendió por qué le gustaba la faena de capa de Romero y no la de otros.
 Romero no hacía contorsión alguna, siempre estaba recto, puro, natural, en línea. Los otros se retorcían como sacacorchos, con los dedos levantados, y los apoyaban contra los costados del toro, después que el cuerno había pasado, para dar una falsa impresión de peligro. Luego, todo lo que era falso era malo y daba una sensación desagradable. El toreo de Romero tenía una emoción real, porque conservó la absoluta pureza de sus líneas en los movimientos y, siempre quieto y tranquilo, dejando pasar los cuernos todo lo más cerca de él. No tuvo que poner de relieve su proximidad. Brett vio que algo que era hermoso si se hacía cerca de toro, era ridículo si se hacía a una prudente distancia. Le conté cómo, desde la muerte de Joselito, todos los toreros habían ido desarrollando una técnica que simulaba la apariencia de peligro para dar una sensación de emoción y engaño, mientras que en realidad el torero estaba seguro. Romero tenía "lo viejo": conservar la pureza de líneas a través del máximo peligro, mientras dominaba al toro haciéndole que se diera cuenta de que no lo podía alcanzar, en tanto lo preparaba para la estocada.
 -Nunca le he visto hacer una cosa extraña -observó Brett.
 -No lo verás hasta que se asuste -dije.
 -Nunca se va a asustar- dijo Mike-. Sabe demasiado.
 -Lo sabía todo cuando empezó. Los otros no pueden aprender jamás lo que él sabía cuando nació.
[...]
 Habían enganchado las mulillas a un toro muerto; los mozos chasquearon los látigos; las mulas, tirando hacia delante con las piernas estiradas, empezaron a galopar, y el toro, con un cuerno para arriba y la cabeza de lado, formó un suave surco en la arena y desapareció, arrastrado, por el portón.
 -El que viene es el último, ¿verdad? -preguntó Brett.
 Se inclinó adelante sobre la barrera. Romero señaló a sus picadores los puestos que debían ocupar. Después, con la capa contra el pecho, miró a través de la plaza la puerta del toril.
 Cuando terminó, salimos y seguimos estrechamente apretados entre la multitud.
 -Estas corridas de toros son el infierno para uno -dijo Brett-. Estoy fláccida como un trapo.
 -Tomarás algo -agregó Mike.
 Al día siguiente no toreó Pedro Romero. Eran toros de Miura y fue una corrida muy mala. Al otro día no había corrida programada, pero durante todo el día y toda la noche siguió la fiesta".      

martes, 24 de noviembre de 2015

"Los nueve libros de la Historia".- Heródoto (c. 484 a.C. - c. 425 a.C.)

 
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Libro sexto: Erato.

 "111.- Cuando llegó su vez, las tropas atenienses se formaron para la batalla del siguiente modo: mandaba el ala derecha Calímaco el polemarco, pues era entonces costumbre entre los atenienses que el polemarco tuviese el ala derecha; después de aquel jefe seguían las tribus una tras otra en el orden en que se enumeraban; y los últimos en la formación eran los de Platea, que tenían el ala izquierda. Desde esta batalla, cuando los atenienses ofrecen sacrificios en las festividades nacionales que celebran cada quinquenio, el heraldo ateniense, al rogar a los dioses, pide la prosperidad para los atenienses y juntamente para los de Platea. Alineados entonces los atenienses en Maratón, resultó lo siguiente: al igualarse su formación con la formación meda, el centro constaba de pocas filas, y en esta parte era más débil la formación, mientras cada una de las alas era fuerte por su número.
 112.-Una vez formados y siendo favorables los agüeros de los sacrificios, luego que se les permitió, cargaron a la carrera los atenienses contra los bárbaros. Había entre los dos ejércitos un espacio no menor de ocho estadios. Los persas, que les veían cargar a la carrera, se apercibían para recibirles, y reprochaban a los atenienses como demencia y total ruina, que siendo pocos se precipitasen contra ellos a la carrera, sin tener caballería ni arqueros. Así presumían los bárbaros; pero los atenienses, luego que cerraron con ellos todos juntos, combatieron en forma digna de memoria. Fueron los primeros entre todos los griegos, que sepamos, en cargar al enemigo a la carrera, y los primeros que osaron poner los ojos en los trajes medos y en los hombres que los vestían, pues hasta entonces sólo oír el nombre de los medos era espanto para los griegos.
 113.-Mucho tiempo combatieron en Maratón; en el centro de la formación, donde estaban alineados los mismos persas y los sacas, vencían los bárbaros, y rompiendo por medio de ella, la persiguieron tierra adentro. Pero en cada ala vencieron los atenienses y los de Platea; los vencedores dejaron huir la parte derrotada del enemigo, y uniendo entrambas alas lucharon con los bárbaros que habían roto el centro, y vencieron los atenienses. Persiguieron a los persas en retirada haciéndoles pedazos, hasta que llegados al mar, pidieron fuego e iban apoderándose de las naves.
 114.-En esta acción murió Calímaco el polemarco, que se portó como bravo; de los generales murió Estesilao, hijo de Trasilao. Allí fue cuando Cinegiro, hijo de Euforión, se asió de la popa de una nave y cayó, cortada la mano de un hachazo. Cayeron además otros muchos gloriosos atenienses.
 115.-De ese modo los atenienses se apoderaron de siete naves. Los bárbaros fiaron en las demás, y habiendo otra recogido de la isla los esclavos de Eretria que habían dejado en ella, doblaron a Sunio con el intento de llegar a la ciudad antes que los atenienses. Sospecharon los atenienses que por astucia de los Alcmeónidas habían formado los persas ese designio; pues habían convenido en mostrar un escudo los persas cuando éstos estuvieran ya en las naves.
 116.-Los persas, pues, doblaban a Sunio; los atenienses marchaban a todo correr al socorro de la ciudad y llegaron antes que los bárbaros. Habían venido del recinto de Heracles en Maratón, y acamparon en otro recinto de Heracles, el de Cinosarges. Los bárbaros, llegados a la altura de Falero, que era entonces el arsenal de los atenienses, se detuvieron allí y luego navegaron de vuelta al Asia.
 117.-En esa batalla de Maratón murieron unos seis mil cuatrocientos bárbaros y ciento noventa y dos atenienses; tal es el número de los que cayeron de una y otra parte. Sucedió allí el siguiente prodigio: Epicelo, ateniense, hijo de Cufágoras, peleando en la refriega y conduciéndose como bravo, perdió la vista sin haber recibido golpe de cerca, ni tiro de lejos en todo su cuerpo; y desde aquel punto quedó ciego por el resto de su vida. He oído que él contaba esta historia acerca de su desgracia: que le pareció que se le ponía delante un hoplita de gran estatura, cuya barba cubrió de sombra todo su escudo; el fantasma pasó de largo y mató al soldado que estaba a su lado: tal era, según he oído, lo que contaba Epicelo". 

lunes, 23 de noviembre de 2015

"Cumboto (Cuento de siete leguas)".- Ramón Díaz Sánchez (1903-1968)


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Tercera Parte: Hágase la luz

 VII.- Hágase la luz

 "Se detuvo para mirarme. Luego me preguntó:
 -¿Se dio usted cuenta de la manera como me recibió su... patrón? Su... patrón -añadió con visible reticencia- sólo sabe de mí que soy un mulato, que desciendo de esclavos de su familia. Al verme debió preguntarse: "¿Cómo es que éste anda suelto por ahí?" Él ignora que poseo un grado universitario, que hablo varios idiomas y que he publicado un libro sobre enfermedades tropicales. Nada de esto le importa. Para él no paso de ser un ladrón. Le he robado algo que le pertenece: mi vida, mi destino.
 El coche corría raudamente por el camino, arrastrado por los veloces caballos. Los aldeanos nos miraban con sorpresa y al verme al lado de aquel señor tan elegantemente vestido, no dejarían de reflexionar: "¡Qué negro tan parejero!" Esto ya me era indiferente. La conversación de mi compañero me cautivaba. Era médico. [...]
 Entraba ahora en otro orden de confidencias. Su padre -era cierto y no lo negaba- había querido casarse con una blanca por mejorar la raza, "para emancipar a sus hijos", como decía. Él hizo lo mismo. Después de haber vivido horas inefables al verse reproducido en dos hijos blancos, de crespos rubios como el lino, su último niño nació negro. [...]
 Para explicarme estos desoladores fenómenos hablóme de ciertas teorías biológicas, de los caracteres hereditarios, del pigmento y del corte de los cabellos. Confusamente recuerdo haberle oído palabras como éstas: homocigotos y heterocigotos. Habló también de la herencia espiritual y de la patológica. De la ascendencia española dijo cosas impresionantes en ambos sentidos: su blancura racial es muy discutible; los españoles, sin embargo, son los más impertinentes en sus prejuicios. Nada habían hecho por la verdadera civilización, salvo regar por el mundo sus curas sectarios y sucios. Poco a poco se había puesto feroz, pero con una ferocidad serpentina, hipodérmica.
 -Estas cosas me entristecen por los otros, no por mí. Yo, con marcharme de nuevo a cualquiera de esas ciudades donde he vivido -París, Berlín, Roma- tengo para poner un muro de olvido definitivo entre mi persona y la bárbara maldad de mis compatriotas. Ellos no podrán libertarse de sí mismos. Son frívolos, ineptos, idiotas. En una sociedad menesterosa y servil, cuyos miembros aprecian más lo que heredan que lo que conquistan, todos se enorgullecen de ser vástagos; ninguno aspira a ser tronco. He sufrido humillaciones de los tipos más divertidos. He sido llamado negro en todos los tonos. Los más educados me lo dicen discretamente, entre sonrisitas de amable espiritualidad y amable veneno; los más valerosos, en mi propia casa. Algunos han tenido que emborracharse antes, o fingirse borrachos, para darse valor. Entre nosotros son poquísimos los que tienen valor sin estar borrachos. He sido, pues, desdeñado por mujerzuelas de nombres ilustres que se esconden  en los desvanes con sus criados pero que se sienten deshonradas si responden al saludo de un "negro". Mozalbetes indignos, ladronzuelos, falsarios, petardistas, chulos de bellos perfiles y cabello ondulante me han mirado por encima del hombro. Pero esto no es lo más gracioso. Descendientes de negros en los que todavía se advierten  los estigmas de la raza, se apresuran a desdeñarme para que no se les sospeche de no sé qué monstruosa complicidad. Vaya usted a la capital y verá pasar por su lado a miles de blancos en cuyos rasgos se delata el ancestro negro. Todos lo tienen, porque durante la Colonia las damas blancas no hallaban con quien distraer el ocio de las siestas, sino con sus siervos negros... Sin embargo, todos lo ocultan.
 Su sonrisa vagaba como una avispa. Después de una pausa añadió:
 -¿No se ha puesto usted a observar a su patrón? Hágalo y no se descuide. Usted es negro pero sano. No le digo que lo abandone... Es un desdichado que necesita quien lo proteja. Su madre estuvo loca. ¿Vive todavía? Entre sus antepasados debió haber sífilis, mal de Nápoles, como decían antes; quizá beodos, tal vez algún "negro" descuido..."