domingo, 31 de julio de 2016

"Lenguaje, verdad y lógica".- Alfred Jules Ayer (1910-1989)


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5.- Verdad y probabilidad
Definición de racionalidad

 "En la práctica, no siempre relacionamos la creencia con la observación del modo que generalmente se considera como el más seguro. Aunque reconocemos que ciertas normas de evidencia deberían observarse siempre en la formación de nuestras creencias, no siempre las observamos. En otras palabras, no siempre somos racionales. Porque ser racional es, sencillamente, emplear un procedimiento auto-coherente y autorizado para la formación de todas las creencias propias. El hecho de que el procedimiento, con referencia al cual ahora determinamos si una creencia es racional, puede luego perder nuestra confianza, no disminuye, en absoluto la racionalidad de adoptarlo ahora. Porque nosotros definimos una creencia racional como aquella a la cual se llega mediante los métodos que ahora consideramos seguros. No hay ninguna norma absoluta de racionalidad, como no hay ningún método de construcción de hipótesis cuya seguridad esté garantizada. Confiamos en los métodos de la ciencia contemporánea, porque en la práctica han tenido éxito. Si en el futuro hubiéramos de adoptar distintos métodos, entonces las creencias que ahora son racionales podrían convertirse en irracionales desde el punto de vista de esos nuevos métodos. Pero el hecho de que esto sea posible no importa al hecho de que esas creencias sean ahora racionales.

 Definición de probabilidad en términos de racionalidad

 Esta definición de racionalidad nos permite rectificar nuestra descripción de lo que significa el término "probabilidad", en cuyo uso estamos interesados ahora. Decir que una observación aumenta la probabilidad de una hipótesis no siempre equivale a decir que aumenta el grado de confianza con que realmente mantenemos la hipótesis, como calculada por nuestra disposición a actuar sobre ella: porque podemos estar comportándonos irracionalmente. Equivale a decir que la observación aumenta el grado de confianza con el que es racional mantener la hipótesis. Y aquí podemos repetir que la racionalidad de una creencia se define no con referencia a ninguna norma absoluta, sino con referencia a una parte de nuestra propia práctica real. [...] según ella, la probabilidad de una proposición está determinada por la naturaleza de nuestras observaciones y por nuestra concepción de la racionalidad. De modo que, cuando un hombre relaciona la creencia con la observación, de un modo que no sea congruente con el método científico acreditado de evaluación de hipótesis, es compatible con nuestra definición de probabilidad decir que ese hombre está equivocado en cuanto a la probabilidad de las proposiciones en que él cree.

Proposiciones referentes al pasado

 Con esta descripción de la probabilidad, completamos nuestra discusión de la validez de las proposiciones empíricas. El punto que, finalmente debemos subrayar es que nuestras notas se aplican a todas las proposiciones empíricas, sin excepción, ya sean singulares, particulares o universales. Toda proposición sintética es una norma para la anticipación de la experiencia futura, y se distingue, en cuanto al contenido, de las otras proposiciones sintéticas, por el hecho de que es adecuada a diversas situaciones. De modo que el hecho de que las proposiciones que se refieren al pasado tengan el mismo carácter hipotético  que las que se refieren al presente  y las que se refieren al futuro no implica, en modo alguno, que estos tres tipos de proposiciones no sean distintos. Porque son verificados por -y, por lo tanto, sirven para predecir- diferentes experiencias".  

sábado, 30 de julio de 2016

"El puesto del hombre en el cosmos".- Max Scheler (1874-1928)


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 II.- Diferencia esencial entre el hombre y el animal
Ejemplos de categorías espirituales: sustancia; espacio y tiempo como formas vacías

 "Un perro vivirá durante años en un jardín y recorrerá frecuentemente todos los parajes del mismo, sin lograr nunca una imagen total del jardín y de la disposición que los árboles, arbustos, etc. tienen independientemente de la situación de su cuerpo, cualesquiera que sean las dimensiones de dicho jardín. Para el perro sólo existen espacios ambientes, que cambian cuando el perro se mueve, y el perro no logra coordinar esos espacios ambientes en el espacio total del jardín, independiente de la posición de su cuerpo. La razón de ello es que el animal no puede convertir su propio cuerpo y sus movimientos en objetos; no puede incluir la situación de su propio cuerpo, como elemento variable, en su intuición del espacio y aprender a contar instintivamente, por decirlo así, con la contingencia de su posición, como hace el hombre sin necesidad de ciencia. Esto que primariamente hace el hombre es el principio de lo que luego prosigue la ciencia. La grandeza de la ciencia humana consiste justamente en esto: que el hombre aprende en ella a contar cada vez en mayor medida consigo mismo y con toda su organización física y psíquica, como si fuese una cosa extraña, que se encontrase en rigurosas relaciones de causalidad con las demás cosas; merced a lo cual el hombre ha sabido forjarse una imagen del mundo en donde los objetos son independientes en absoluto de la organización psicofísica, de los sentidos (y de sus umbrales) de las necesidades (y de los intereses que éstas sienten por las cosas) humanas y, por consiguiente, permanecen constantes en medio del cambio de posición, de estado y de vivencia sensorial en el hombre. El hombre -en cuanto persona- es el único que puede elevarse por encima de sí mismo -como ser vivo- y partiendo de un centro situado, por decirlo así, allende el mundo tempo-espacial convertir todas las cosas y entre ellas también a sí mismo en objeto de su conocimiento.
 Ahora bien: este centro a partir del cual realiza el hombre los actos con que objetiva el mundo, su cuerpo y su psique, no puede ser "parte" de ese mundo, ni puede estar localizado en un lugar ni momento determinado. Ese centro sólo puede residir en el fundamento supremo del ser mismo. El hombre es, por tanto, el ser superior a sí mismo y al mundo. Como tal ser, es capaz de ironía y de humor -que implican siempre una elevación sobre la propia existencia-. Ya Kant, en su profunda teoría de la apercepción trascendental, ha explicado en lo esencial esta nueva unidad del cogitare, la cual "es condición de toda experiencia posible y por tanto también de todos los objetos de la experiencia" -no sólo de la externa, sino también de esa experiencia interna mediante la cual nos es accesible nuestra propia vida interior-. Con  esta teoría ha elevado Kant por primera vez el "espíritu" sobre la "psique", negando expresamente que el espíritu sea sólo un grupo de funciones pertenecientes a una supuesta alma sustancial, cuya ficción es debida sólo a una injustificada sustancialización de la unidad actual del espíritu".

viernes, 29 de julio de 2016

"El valle de Josafat".- Eugenio D'Ors (1881-1954)


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 "Miguel Ángel

 De los tres Hermanos Crúcicles, Shakespeare representa el punto difícil de equilibrio entre la fuerza y la armonía. Miguel Ángel es ya más fuerte que armonioso. Beethoven, más desigual todavía: Beethoven llega a ser, algunas veces, inferior a sí mismo.
 Por esto, Miguel Ángel no tiene la alegría de Shakespeare. Creación impetuosa todavía, pero aún no creación sana. En Shakespeare, la abundancia sigue el dictado de la preferencia. La abundancia de Miguel Ángel (que es la Sixtina) es toda ella contra voluntad; es una fecundidad no electiva, sino forzada por el destino.
 Shakespeare es prolífico como un patriarca de Oriente, entre sus esposas escogidas. Miguel Ángel como un toro semental bajo la vara del mayoral de la vacada. 
 (Miguel Ángel, semental trágico, en la vacada de Jehová).

Kepler

 La antigüedad sabia había delirado en dos grandes amores: amó demasiado el triángulo y amó demasiado la circunferencia.
 Cuando por la revolución de la Física en el Renacimiento se destruyeron tantas viejas concepciones, la imagen representativa del Universo quedó durante un tiempo convertida en un montón de ruinas. Resulta difícil para nosotros, hombres de hoy, imaginar la consternación, el efecto de anarquía que habían de producir en los espíritus revelaciones como las de Copérnico. -¡Ni círculo ni  triángulo...! -Pues qué, ¿la irregularidad, la incomprensibilidad, la irracionalidad del mundo?
 Aquí tiene lugar la aparición y la lección de Kepler. Después de Sócrates, acaso es Kepler el máximo Patrono de la doctrina de la Ironía, del Sistema del Juicio, de la filosofía del Hombre que trabaja y que juega. Kepler es aquel que dice: -La regularidad demasiado sencilla de los antiguos, no, pero, de todos modos, una cierta regularidad; una rígida simetría, no; pero sí una más elástica y flexible armonía; círculos pitagóricos, no; pero sí graciosas elipses.
 ¡Oh, quien fuese un nuevo Kepler ante las ruinas del intelectualismo en el pensamiento contemporáneo! ¡Quién pudiese restaurar la regularidad perdida, ensanchando su campo y haciéndolo más complejo y más móvil! No principio de razón suficiente, sino principio de función exigida; no principio de contradicción, sino principio de jerarquía; no razón enterca sino inteligencia viviente. Ni Pitágoras ni Protágoras: Sócrates. Ni Descartes ni Boeme: Kepler.

San José

 Comprenderlo todo, para perdonarlo todo.
 Todavía esta tolerancia de intelectual es demasiado poco. Hay que llegar a una generosidad más eminente.
 Hay que llegar a una generosidad que lo perdona todo,  a pesar de que sólo lo comprende a medias.
 Esta generosidad se llama Pueblo. También se llama San José.

Guillermo Tell

 A ojos de la vulgaridad romántica, Guillermo Tell, tal como nos lo presenta Schiller, hará siempre un efecto un poco disminuido. El público, al verle aparecer en escena, quisiera que plantease inmediatamente la revolución. Resulta duro esperar durante cinco actos, la caída y muerte del tirano.
 No todo el mundo es capaz de comprender el heroísmo que existe en cargarse de razón.  


Fidias

 El filósofo había escrito a la entrada de su Academia: "No entre quien no sea geómetra".
 Pero yo sé un secreto. Bajo este rótulo había otro con letras más pequeñas, tan pequeñas, que para todos quedaron inadvertidas. Este segundo rótulo decía: "Ni tampoco quien sea demasiado geómetra".
 Así también en la entrada del templo purísimo donde Fidias es adorado.
 No puede acercarse el miserable descalzo, que ha ido por el mundo sin las sandalias de la filosofía y trae huella, mancha y tara del polvo de los caminos.
 Pero tampoco el pedante que no es bastante humilde para descalzarse píamente las sandalias".

jueves, 28 de julio de 2016

"Momentos estelares de la humanidad".- Stefan Zweig (1881-1942)


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 La lucha por el Polo Sur
El capitán Scott, 90 grados de latitud, 16 de enero de 1912
 
 Las cartas del moribundo

 "En ese momento, aislado frente a una muerte invisible y sin embargo tan próxima que puede percibir su aliento, mientras afuera el huracán choca contra las finas paredes de la tienda, como si estuviera delirando, el capitán Scott se acuerda de todas aquellas personas a las que está unido. Solo, en medio del silencio más gélido que un ser humano haya respirado jamás, es heroicamente consciente de la fraternidad que le vincula a su nación, a toda la humanidad. La íntima Fata Morgana del espíritu conjura en ese desierto blanco las imágenes de todos aquellos que alguna vez estuvieron unidos a él por el amor, la fidelidad o la amistad y él les dirige la palabra. Con los dedos cada vez más rígidos el capitán Scott escribe. En el momento de su muerte, escribe cartas para todos aquellos a los que ama.
 Y esas cartas son admirables. En ellas, todo lo que no tiene importancia  desaparece ante la proximidad majestuosa de la muerte. El aire cristalino de ese cielo sin vida parece haber calado en ellas. Dirigidas a unas personas concretas, hablan en cambio a la humanidad entera. Escritas en un momento determinado, hablan para la eternidad.
 Escribe a su mujer. Le encomienda el más importante legado, cuidar de su hijo. Y que ante todo le preserve de la indolencia. Tras haber prestado uno de los más nobles servicios a la historia universal, confiesa de sí mismo: "Como sabes, yo mismo hube de dominarme para ser un hombre esforzado. Siempre tuve inclinación a la pereza." A un palmo de la muerte, ensalza, en lugar de lamentar, su decisión. "Cuánto podría contarte de este viaje. Y cuánto mejor fue emprenderlo, en lugar de quedarme sentado en casa disfrutando de una excesiva comodidad."
 Y, dando muestras del más fiel compañerismo, escribe a la mujer y a la madre de aquellos que comparten su infortunio, de aquellos que con él han encontrado la muerte, para dar fe de su heroísmo. Siendo él mismo un moribundo, consuela a los familiares de los otros con la fuerza sobrehumana que le confiere el presentir la grandeza del momento y lo memorable de esa muerte.
 Y escribe a los amigos. Humilde con respecto a sí mismo, pero con un espléndido orgullo con respecto a toda la nación, de la que lleno de entusiasmo en ese momento se siente hijo, un digno hijo. "No sé si he sido un gran explorador", reconoce, "pero nuestro fin será testimonio de que en nuestra raza aún no han desaparecido ni el espíritu del valor, ni la fuerza para resistir el sufrimiento." Y lo que la rigidez propia de la virilidad, lo que el pudor espiritual le ha impedido decir durante toda su vida, esa confesión de amistad se la arranca a la muerte. "En toda mi vida no he encontrado otro hombre", escribe a su mejor amigo, "al que haya admirado y querido tanto como a usted, aunque nunca pude demostrarle lo que su amistad significaba para mí, pues usted tenía mucho que dar y yo nada."
 Y escribe una última carta, la más hermosa de todas, a la nación inglesa. Se siente obligado a dar cuenta de que en esa lucha por la gloria ha sido vencido sin tener culpa alguna. Enumera los contratiempos que se han conjurado en su contra y con una voz, a la que el eco de la muerte otorga un espléndido dramatismo, hace un llamamiento a todos los ingleses para que no abandonen a sus familias. Su último pensamiento va más allá de su propio destino. Sus últimas palabras no hablan de su muerte, sino de la vida ajena: "¡Por el amor de Dios, ocupaos de nuestros deudos!" El resto de las páginas están vacías.
 Hasta el último momento, hasta que sus dedos se congelaron y el lápiz se le escurrió de las manos entumecidas, el capitán Scott siguió anotando en su diario. La esperanza de que junto a su cadáver encontraran aquellas páginas, que podrían dar testimonio de su propio valor y del de la raza inglesa, le dio fuerzas para realizar ese esfuerzo sobrehumano. Por último, sus dedos ateridos aún tiemblan con un deseo: "¡Envíen este diario a mi esposa!" Pero, después, su mano, con una cruel certeza, tacha esa expresión, "mi esposa" y sobre ella escribe otra terrible, "mi viuda".    

miércoles, 27 de julio de 2016

"Antología de poemas".- Yorgos Seferis (1900-1971)


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 El último día

 "Era un día nublado. Nadie se decidía.
Soplaba un viento suave: "No es del norte, es siroco", dijo alguien.
Unos secos cipreses encerrados en la playa y el mar
gris con estanques de luz, más allá.
Los soldados presentaban armas y comenzó a lloviznar.
"No es del norte, es siroco", la sola decisión que pudo oírse.
Pero también sabíamos que a la mañana siguiente no nos quedaría
ya nada, ni la mujer bebiendo a nuestro lado el sueño
ni el recuerdo de haber sido alguna vez hombres,
ya nada a la mañana siguiente.

"Este viento recuerda la primavera" decía la amiga
que paseaba a mi lado con la vista a lo lejos, "la primavera
que cayó inesperada a mitad del verano cerca de la cerrada mar.
¡Tan súbitamente! ¡Pasaron tantos años! ¿Cómo moriremos?"

La marcha fúnebre vendimiaba entre la amiga lluvia.
¿Cómo muere un hombre? Es raro que nadie lo haya meditado.
Y los que lo pensaron fue porque recordaron las antiguas crónicas
de la época de las Cruzadas o de la batalla naval de Salamina.
Pero también la muerte es algo que sucede: ¿cómo muere un hombre?
Pero también se gana cada uno su muerte, su propia muerte, que no corresponde a nadie más.
Y este juego de niños es la vida.
Se abatía una luz desde el día de cielo nublado. Nadie se decidía.
A la mañana siguiente nada nos quedaría; todo perdido; ni nuestras manos;
y nuestras mujeres trabajando como esclavas trajinando agua y nuestros hijos
en las canteras.
Mi amiga cantaba, paseando a mi lado, trozos de una canción:
"En la primavera, en el verano, esclavos..."
Recordaba uno a los ancianos maestros que nos dejaron huérfanos.
Una pareja pasó conversando:
"Estoy harto de crepúsculo, vámonos a casa,
vámonos a casa y encenderemos la luz".


Cómicos de la legua

 Plantamos teatros y los tiramos / donde paramos y nos hallamos;
fundamos teatro y escenario, / pero nuestro destino es temerario

y nos arrastra y lo barre todo, / los cómicos y del mismo modo
el empresario, músicos y apuntador / a los cinco vientos de alrededor.

Carnes, aspilleras, carmines, tablas, / rimas, sentimientos, túnicas, faldas,
máscaras, ocasos, llantos y gemir / y epifonemas y de cada día el abrir,

arrancados con nosotros de cuajo y al ras / (dime dónde vamos, dime dónde vas),
desnudos los nervios en nuestra piel / cual de onagro o cebra el rayado aquel;

desnudos y al aire o en caja guardados / (¿cuándo nos engendraron? ¿cuándo seremos enterrados?)
y como cuerdas a más tender / de una lira que entera vibra. Ve

también nuestro corazón: una esponjita / que la calle y el bazar arrastrándose visita
bebiendo la sangre y la hiel / del archiduque y del bandido infiel".

martes, 26 de julio de 2016

"Melmoth, el errabundo".- Charles R. Maturin (1782-1824)


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 "-¿Te aburre mi conversación, Immalee? -dijo él.
 -Me apena; sin embargo, quiero seguir escuchándote -respondió la india-. Me gusta oír el murmullo de la corriente aunque el cocodrilo se deslice bajo sus ondas.
 -Tal vez desees conocer a la gente de ese mundo, tan llena de crímenes y desventura.
 -Sí, porque es el mundo del que vienes; y cuando vuelvas a él, todos serán felices menos yo.
 -¿Está en mi poder, entonces, procurar felicidad? -dijo su compañero-; ¿acaso vago entre la humanidad con este fin? -una encontrada e indefinible expresión de burla, malevolencia y desesperación se extendió por su semblante al añadir-: Me haces demasiado honor al atribuirme una ocupación tan amable y benévola y apropiada a mi espíritu.
 Immalee, cuyos ojos miraban a otra parte, no advirtió su expresión, y contestó:
 -No lo sé, pero tú me has enseñado el gozo de la aflicción; antes de verte, yo sonreía solamente; desde que te conozco, lloro, y mis lágrimas son deliciosas. ¡Oh, son muy distintas de las que derramaba al ponerse el sol o cuando se marchitaba una rosa! Y, sin embargo, no lo sé...
 Y la pobre india, abrumada por emociones que no  entendía ni podía expresar, apretó sus manos sobre su pecho, como ocultando el secreto de sus nuevas palpitaciones y con una instintiva timidez que emanaba de su pureza, reveló el cambio de sus sentimientos alejándose unos pasos de su compañero, bajando unos ojos que no podían retener más tiempo las lágrimas. El desconocido pareció turbarse; por un instante, le invadió una emoción nueva para él; luego, una sonrisa de autodesprecio curvó su labio como si se reprochase haberse permitido un sentimiento humano, siquiera fugazmente. Relajó su semblante y se volvió hacia la apartada e inclinada figura de Immalee, sintiéndose como el que es consciente de la agonía de su alma pero prefiere burlarse de la agonía del otro. No es rara esa unión de desesperación interior y veleidad exterior. Las sonrisas son hijas legítimas de la felicidad pero la risa es a menudo hija bastarda de la locura, que se burla de su parienta en su propia cara. Con esa expresión se volvió hacia ella y le preguntó:
 -Pero, ¿qué quieres dar a entender Immalee?
 Una larga pausa siguió a este pregunta. Finalmente, la india contestó: "No lo sé", con esa natural y deliciosa facilidad que enseña el sexo femenino a revelar la intención con palabras que parecen contradecirla. "No lo sé" significa "Lo sé demasiado bien". Su compañero lo había comprendido y saboreó anticipadamente su triunfo.
 -¿Y por qué derramas lágrimas, Immalee?
 La dificultad de hablar un lenguaje que fuese a la vez inteligible y secreto que pudiese transmitir sus deseos sin traicionar su corazón, y la desconocida naturaleza de sus nuevas emociones, hicieron vacilar a Immalee antes de que pudiera contestar.
 -Quédate conmigo; no vuelvas a ese mundo del mal y del dolor. Aquí todo estará siempre en flor y el sol brillará como el primer día en que te vi. ¿Para qué quieres volver al mundo, a pensar y a ser desgraciado?
 La risa salvaje y discordante de su compañero la sobresaltó y enmudeció.
 -Pobre muchacha -exclamó, con esa mezcla de amargura y conmiseración que al mismo tiempo aterra y humilla-, ¿acaso es ése el destino que debo cumplir? ¿Escuchar el trino de los pájaros y contemplar la eclosión de los capullos? ¿Es ése mi destino? -y con otra salvaje carcajada rechazó la mano que Immalee le había tendido al terminar su sencilla súplica-. Sí, sin duda estoy bien preparado para semejante destino y para semejante pareja. Dime -añadió con más ferocidad-, dime en qué rasgo de mi semblante, en qué acento de mi voz, en qué frase de mi discurso has podido cifrar una esperanza que me ofende con esa perspectiva de felicidad.
 Immalee, que podía haber replicado "entiendo la furia de tus palabras pero no entiendo tus palabras", encontró suficiente ayuda en su orgullo de virgen y en la perspicacia femenina para descubrir que era rechazada por el desconocido; y una breve emoción de indignado pesar luchó con la ternura de su expuesto y ferviente corazón. Calló un instante; luego, reprimiendo las lágrimas dijo con el tono más firme:
 -Vete, entonces, a tu mundo ya que quieres ser desgraciado; ¡vete! ¡Ay! No hace falta ir allí para ser desgraciada pues yo lo voy a ser aquí. Vete... pero llévate esas rosas porque se marchitarán cuando te hayas ido; llévate estas conchas porque no me las pondré cuando no las veas tú.
Y mientras hablaba, con sencillo pero enérgico ademán, desprendió de su pecho y de su pelo las conchas y flores con que se adornaba [...]".

lunes, 25 de julio de 2016

"Exposición de 'La República' de Platón".- Averroes (1126-1198)


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 Tratado primero
 6.-La formación militar

 "Decimos, pues, que Platón sostiene que un solo ciudadano no puede desarrollar más de un arte; y ello es porque cada hombre no está cualificado por la naturaleza para realizar más de un oficio. Además, tan sólo mediante la adquisición desde la juventud el hombre adquiere el hábito mediante el cual se desarrolla la actividad de un arte. Así, si un hombre no domina el juego de palestra llamado torneo y el deporte hípico, solamente si persevera en ambos y los adquiere mientras es joven podrá vencer, llegado el caso, en el arte hípico. Por otra parte, cada una de las artes debe perfeccionarse al mismo tiempo y en un lapso coincidente, pues atarearse en más de un oficio frustra necesariamente las acciones de todos. En relación con esto, Platón afirma que los guardianes deben abstenerse de las otras artes. También asegura que haciéndose la elección para dicha actividad entre las distintas naturalezas, los elegidos deben ser los que unan energía corporal, agilidad física y agudeza de los sentidos, para que en un instantes sean capaces de advertir un evento, apenas se presenta, cogiéndolo al vuelo, como sucede con el cachorro y el perro de caza, para los cuales no hay diferencia entre los dos caracteres, sea para la caza sea para actuar como guardianes. Tales son, pues, las cualidades corporales que deben tener los guardianes y los guerreros.
 En cuanto a las cualidades anímicas, se necesita que la persona esté naturalmente dotada de un modo equilibrado, sin lo cual no sería posible que pudiera atraer y repeler del mismo modo. En esta cuestión lo mismo sucede en el hombre que en los animales, excepto que resulta difícil pensar que alguien que haya sido formado en dichas disposiciones corporal y anímicamente pueda así odiar y amar. Dichas dos fuerzas opuestas deberían darse al mismo tiempo en estas gentes, de tal modo que sintiesen amor hacia los ciudadanos y odio a los enemigos. En relación con esto parece imposible que un mismo hombre esté naturalmente dotado por naturaleza de dichas dos disposiciones. Sin embargo, los guardianes no serían tales si en ellos no se diesen juntos estos dos temperamentos. Aunque se considere imposible, su compatibilidad puede observarse en numerosos animales; por ejemplo, en la condición natural del perro, que está dispuesta de un modo semejante, siendo totalmente compatible obrar de un modo con quienes conoce y justamente del contrario con los desconocidos.
 Afirma, pues, Platón que es condición indispensable para ser guardián que esté naturalmente dotado de amor a los que conoce; y dicho hábito tiene un carácter filosófico, pues sólo quien elige con conocimiento y razón puede ser naturalmente virtuoso. Y rechazará a los desconocidos, no porque los odie personalmente, sino porque no los conoce; y del mismo modo, el amor que siente por los conocidos no lo será porque sea más bueno que el otro, sino por ser prójimos. Así sucede en el caso de los animales que hemos comparado antes con los guardianes, que se encaran con alguien desconocido hacia el que muestran repulsión, aunque previamente no hayan recibido daño alguno de él mientras que la persona conocida les es más agradable que la anterior, aunque no hubiesen tenido trato alguno con ella. Yendo más lejos, de tal disposición hemos hecho condición necesaria para ser guardián, para que pueda disponer de dichas dos cualidades de modo adecuado: amor para todos los que le son conocidos, o sea, los ciudadanos y repulsión hacia los desconocidos considerados enemigos. Para que el amor o la repulsión operen como una ventaja o una dificultad debe evitarse que los enemigos se conviertan en jefes y éstos en enemigos. Todo esto es evidente por sí mismo.
 De todo ello debe deducirse que los guardianes y guerreros deben ser por naturaleza sabios, amantes del conocer y enemigos de la ignorancia, conveniendo que fuesen viriles, ágiles, fuertes y perspicaces. Y en cuanto al modo de disciplinarlos y educarlos se deberá hacer de dos modos: uno, por medio de la gimnasia y otro por la música. Por la primera adquirirán las virtudes adecuadas para el cuerpo y por la música la disciplina y virtudes del alma. Generalmente, dicha formación musical es la primera en el tiempo ya que la facultad cognoscitiva es anterior a la potencia física".

domingo, 24 de julio de 2016

"En brazos de la mujer madura".- Stephen Vizinczey (1933)


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16.-De las mujeres maduras que se hacen las niñas

 "Mi taxista era un tipo fornido de cara cuadrada y chata y ojos inexpresivos que no parecía muy dado a conversar. Pero, puesto que no tenía a nadie más, le dije que acababa de llegar al Canadá y necesitaba una habitación barata cerca de la Universidad. Por suerte, el hombre resultó ser austríaco y cuando supo que yo llegaba de Hungría y conocía bien Salzburgo, se mostró muy cordial y prometió ayudarme. Hablando por el retrovisor, observó que yo era lo bastante joven como para ser su hijo, me advirtió que en Toronto no había cafés y me aconsejó que me buscara una novia cuanto antes, porque las prostitutas eran muy caras. Mientras íbamos hacia la ciudad por la Queen Elizabeth Way, bordeada de  altos álamos y arbustos, y por la orilla del lago Ontario, empecé a pensar que el paisaje era bastante agradable  y no muy distinto del que rodea el lago Balaton. Pero el austríaco insistía en que estaba poblado por unos individuos muy distintos de los que yo conociera mi tierra.
 -Los nativos son tan humanos como los de cualquier parte, pero no lo reconocen a no ser que estén borrachos. Y entonces se quedan roques en el suelo de taxi o tienen la brillante idea de atracarte. A veces pienso que preferiría ser un cochero vienés de los tiempos de Francisco José. -Hizo una breve pausa, para honrar el paso del imperio austrohúngaro que ni él ni yo habíamos conocido-. Los canadienses aman, por encima de todo, el dinero, lo cual me parece bien -prosiguió-, pero después viene el licor, la tele, el hockey y la comida. El sexo queda muy abajo en la lista. Cuando tú agarrarías a una muchacha, un canadiense agarra otra copa. El país está lleno de hombres gordos y mujeres desgraciadas. -Comenté que él parecía también un peso pesado-. De acuerdo -reconoció, y, agorero, prosiguió-: Cuando usted lleve aquí tantos años como yo, veremos cómo está.
 Paramos en Huron Street, una calle estrecha y arbolada, de casas victorianas de ladrillo rojo convertidas en pensiones y llamamos a varias puertas, preguntando precios. El austríaco reprendió a media docena de patronas por sus pretensiones y al fin me aconsejó una buhardilla. Tenía el techo bajo e inclinado, un papel muy complicado en la pared y suelo de linóleo, pero yo estaba deseando instalarme aunque fuera temporalmente. Volvimos al taxi en busca del equipaje y le di las gracias por su increíble amabilidad.
 -Mañana no le haría el menor caso -dijo, levantando las manos con las palmas hacia arriba-, pero no iba a desentenderme de un hombre el primer día que pasa en el Canadá. Yo mismo llegué aquí en el 51. ¡En pleno invierno! El primer día no se olvida, créame. Es el peor.
 Aceptó el importe de la carrera pero no la propina y nos despedimos con un afectuoso apretón de manos.
 Volví a verle tres años después: había dejado el taxi y tenía una tienda de Strudel vienés en Yonge Street. Debían de irle bien las cosas, porque la última vez que hablamos me dijo que había estado de vacaciones en el Japón. Al verle convertido en próspero comerciante y turista internacional, todavía con sus kilos de más, un tanto melancólico por efecto de la súbita opulencia, se reforzó el recuerdo que guardaba de él, un guía casi místico en este continente de emigrantes.
 Todas aquellas cosas contra las que me previno, cosas que hoy me disgustan tanto como el día en que llegué -la bebida, el hockey y la televisión- son tan típicas de la vida de los Estados Unidos como del Canadá, pero también lo es la buena disposición para ofrecer una oportunidad al recién llegado. Gracias al amigo del signor Bihari en el Consulado de Roma, conocí a numerosos funcionarios académicos deseosos de ayudarme. El primer año me consiguieron un empleo en un colegio masculino y, después, me ayudaron a obtener una plaza de profesor adjunto en la Universidad de Toronto. Después de cinco años en la de Toronto vine a la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, donde sigo hasta la fecha, aunque pienso solicitar una plaza en Columbia. Será que algunas personas, una vez que han abandonado el escenario de su infancia, no pueden quedarse definitivamente en un sitio; o será que, por mucho tiempo que pase en este continente, nunca podré sentirme como en mi casa y por eso he de ir de un lado a otro".     

sábado, 23 de julio de 2016

"El lector".- Bernhard Schlink (1944)


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 Tercera parte
I
 "Cuando acabé la carrera y empecé las prácticas, llegó el verano del movimiento estudiantil. La historia y la sociología me interesaban mucho y las prácticas todavía me retenían bastante tiempo en la universidad, así que me enteraba de todo lo que estaba sucediendo. Que me enterara no quiere decir que participara: al fin y al cabo, la calidad de la enseñanza y la reforma universitaria me eran tan indiferentes como el Vietcong y los norteamericanos. En lo que respectaba al tercero y más importante tema del movimiento estudiantil, es decir, el pasado nacional-socialista, me sentía tan distante de los demás estudiantes que no me apetecía protestar y manifestarme junto a ellos.
 A veces pienso que el verdadero motor del movimiento estudiantil era un conflicto generacional y la revisión crítica del pasado nazi una mera pose que adoptaba el movimiento. Toda generación tiene el deber de rechazar lo que sus padres esperan de ella. En este caso resultaba más fácil, ya que esos mismos padres quedaban desautorizados por el hecho de no haber sabido plantar cara al Tercer Reich, ni siquiera a posteriori. La generación que había cometido los crímenes del nazismo, o los había contemplado, o había hecho oídos sordos ante ellos, o que, después de 1945, había tolerado o incluso aceptado en su seno a los criminales, no tenía ningún derecho a leerles la cartilla a sus hijos. Pero los hijos que no podían o no querían reprocharles nada a sus padres también se veían confrontados con el pasado nazi. Para ellos, la revisión crítica del pasado no era la forma que adoptaba exteriormente el conflicto generacional, sino el problema en sí mismo.
 La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas de esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía.
 Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie. Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada. Durante el seminario de Auschwitz, imbuido de celo progresista, había condenado a la vergüenza a mi padre, pero ahora ese celo se había disipado, e incluso me resultaba embarazoso, visto retrospectivamente. Todas las culpas que se les pudiera achacar a las demás personas de mi entorno social no eran nada comparadas con las de Hanna. Era a ella a quien tenía que señalar con el dedo. Pero, al hacerlo, el dedo acusador se volvía contra mí. Yo la había querido. No sólo la había querido sino que la había escogido. Me replicaba a mí mismo que en el momento de escoger a Hanna no sabía nada de su pasado. Y así intentaba refugiarme en esa inocencia con la que los hijos aman a los padres. Pero el amor a los padres es el único del que no somos responsables.
 O quizá sí lo somos. Por entonces yo envidiaba a aquellos de mis compañeros que renegaban de sus padres y, con ellos, de toda la generación de los asesinos, los mirones y los sordos, de los que toleraban y aceptaban a los criminales; de ese modo, si no se libraban de la vergüenza, por lo menos podían soportarla mejor.
 Pero, ¿a qué se debía la arrogante intransigencia que exhibían tan a menudo? ¿Cómo era posible sentir culpa y vergüenza y al mismo tiempo comportarse con intransigencia y arrogancia? ¿Quizá su acto de renegar de los padres no era más que retórica, ruido, aspavientos destinados a ocultar el hecho de que el amor a los padres implicaba irrevocablemente la complicidad con sus culpas?
 Ésas son cosas que pensé años más tarde. Y tampoco años más tarde hallé consuelo en ellas. No me consolaba pensar que mi sufrimiento por haber amado a Hanna fuera de algún modo el paradigma de lo que le pasaba a mi generación, de lo que les pasaba a los alemanes, con la diferencia de que en mi caso resultaba más difícil hurtar el bulto o enmascarar el fondo de la cuestión. Aun así, me habría hecho bien poder sentirme simplemente uno más de mi generación".