viernes, 21 de julio de 2017

"Historia de la tecnología".- Donald Cardwell (1919-1998)


Resultado de imagen de fabricas e industrias 
Tercera parte: Energía sin ruedas
19.-Notas para una filosofía de la tecnología
La idea de la tecnología en la opinión pública

«Se suele acusar a la tecnología de los males del mundo moderno. Algunos críticos recientes han culpado a la ciencia -y se puede suponer que en ella se incluye a la tecnología- de la supuesta falta de espiritualidad en la época actual, de la decadencia de la fe religiosa y del presente materialismo. Quienes anhelan más espiritualidad podrían considerar la posibilidad de vivir en alguna de las naciones o comunidades fundamentalistas del mundo, donde encontrarán espiritualidad en abundancia. En cuanto a las creencias religiosas, los ataques más lesivos no han llegado del campo de los científicos, que no suelen ser en general polemistas, sino de los numerosos críticos sociales, filósofos, novelistas, nacionalistas chillones y políticos totalitarios. El materialismo es, quizá, deplorable, pero no es más que el resultado de una demanda pública de niveles de vida cada vez más altos. Sus críticos están proponiendo como ideal una situación de ignorancia oscurantista, se den o no cuenta de ello. Deberían pensar que, de no haber sido por la ciencia y la tecnología, es muy probable que no estuvieran donde están para realizar sus críticas. No es posible disfrutar de los beneficios de la medicina moderna y la salud pública -que la mayoría de los críticos más decididos aprobaría con toda seguridad- si no se acepta el resto de la ciencia y la tecnología. La medicina y la salud pública dependen de otras tecnologías que, a primera vista, parecen tener poco que ver con ellas.
 Quizá resulte un tópico fatigoso decir que la tecnología ha acabado con la distancia y el tiempo; sin embargo, hay en él una gran parte de verdad. En 1914, los viajes eran más cómodos, rápidos, seguros y fáciles de lo que nunca lo habían sido. Las guías Baedeker anteriores a 1914 aseguraban a sus lectores que los pasaportes no eran ya necesarios para viajar por los países civilizados de Europa; Norteamérica y la Commonwealth británica estaban abiertas, con lamentables excepciones, a todos los visitantes. Ahora, tras los desastres posteriores a 1914, estamos intentando volver a aquella situación. Y, si consideramos las recientes atrocidades que justificarían que se llamara siglo de la barbarie, o, según el Dr. Jonathan Miller, siglo imperdonable, al que ahora concluye, veremos que tienen poco que ver con la tecnología. Brotaron de un nacionalismo extremo y de una filosofía política perversa, que fueron sus causas eficientes. No oímos, sin embargo, apelaciones para prohibir la enseñanza de la teoría política ni una moratoria en la publicación de historias nacionalistas, sobre todo las que glorifican victorias militares. En una gran parte de los miedos y desconfianzas hacia la ciencia y la tecnología hay temores atávicos relacionados con el tabú de lo natural. Esa clase de miedos no aparecen vinculados a las efusiones de los políticos hueros ni a las paparruchadas de los historiadores chauvinistas.
 Por otra parte, parece notable a primera vista que los poetas, dramaturgos y novelistas contemporáneos no hayan registrado apenas los cambios generados por la tecnología a partir del siglo XVIII. Casi todos ellos escribían para las personas de clase media, que vivían en su mayoría lejos del auténtico teatro de la industria y cuya educación incluía pocos elementos de ciencia y ninguno de tecnología. Algunos de ellos, como William Wordsworth, menospreciaron (al principio) el ferrocarril; en la siguiente generación lo dieron por supuesto; la generación posterior despreció el automóvil; en las generaciones futuras desdeñarán lo que sustituya al automóvil.
 El impacto de la tecnología se muestra con claridad en el terreno de la arquitectura. Las grandes manufacturas de algodón y lana del norte de Inglaterra -edificios únicos y sin precedentes- fueron muy admiradas por críticos bien informados, como el famoso arquitecto prusiano C.F. Schinkel. La gente acudía de toda Gran Bretaña y Europa para verlos. Como observó W. Cooke Taylor, un industrial de Manchester prefería que se admirara su fábrica más que su mansión. Sería un error descalificar esta afirmación tachándola de filisteísmo: aquellas manufacturas eran construcciones excelentes (y aún siguen siéndolo las que han sobrevivido). Carece, además, de sentido calificarlas de "tenebrosas fábricas satánicas". El algodón o la lana no se pueden cardar, hilar y tejer a oscuras, sino en medio de luz abundante. En cualquier caso, la nueva tecnología del hierro y, posteriormente, del acero llevó la ingeniería industrial mucho más allá del terreno fabril. Las estructuras de hierro hicieron que los edificios públicos, como teatros y óperas, fueran más seguros contra incendios y, no obstante, mejores desde el punto de vista del público. Gracias a las estructuras de hierro y, más tarde, de acero fue posible construir galerías muy pendientes con muchas filas de asientos.
 Los nuevos materiales ofrecían a los arquitectos posibilidades que no fueron explotadas de inmediato. La utilización del hierro y el cristal en las estructuras de las estaciones de ferrocarril no se consideraron un arte en su tiempo, sino que fueron reconocidas como tal en el siglo actual. El hormigón, reforzado y pretensado, ha permitido levantar estructuras elegantes y atrevidas, como puentes de carreteras y cubiertas para grandes salas de exposición, fábricas o aeropuertos.
 La representación de la nueva tecnología por los artistas plantea cuestiones sobre percepción y comprensión. Así, por ejemplo, las pinturas y dibujos de las primeras locomotoras del ferrocarril de Liverpool a Manchester permiten ver con claridad que los artistas no entendieron aquellas máquinas y que, en consecuencia, las reprodujeron en sus trazos más elementales, sin más sutileza que la que podría haber mostrado un niño. Los artistas habían estudiado la anatomía humana y animal ya desde el Renacimiento con el fin de dibujar y pintar figuras fisiológicamente correctas. Al verse ante máquinas completamente nuevas, no disponían de líneas directrices similares. No comprendían -¿cómo iban a hacerlo?- la relación entre sus distintos componentes; eran incapaces de diferenciar las características esenciales de las accidentales o carentes de importancia y entendían muy poco las fuerzas que determinaban la acción de la máquina.»
 

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