jueves, 31 de agosto de 2017

"Cósima".- Grazia Deledda (1871-1936)


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«Es necesario decir dos palabras sobre esta criada que, en el recuerdo, parece también una invención irreal. Se llamaba Nanna y ahora estará sentada a la diestra de Dios, fiel aún a sus amos, en las filas de los Patriarcas. Llevaba veinte años al servicio de la casa y habría de transcurrir allí otros veinte más. Tenía entonces treinta años; había llegado, siendo todavía una niña, del tugurio de una pobre gente, para cuidar del primer hijo de los amos, que había muerto pocos meses después de nacer, aunque dejando en la cuna su puesto a otro. La cuna también era primitiva, como excavada en el tronco de un nogal, sin velos ni adornos, y no estaba jamás vacía.
 Nanna era todavía una mujer guapa, con ojos castaños de perro fiel, un lunarcillo peloso en la comisura de la boca y los pechos anchos y caídos de las razas esclavas. Desde luego no era una esclava en aquella casa donde todo se le confiaba, incluidos los niños, que dormían con ella y que la seguían cuando tenía que ir a hacer algún recado. Si trabajaba día y noche lo hacía voluntariamente: iba a sacar agua de la fuente, a lavar la ropa lejos, donde quiera que hubiera un arroyuelo; limpiaba la harina y amasaba con el ama el pan de trigo y de cebada; iba a recoger las aceitunas a la finca, a coger bellotas para el cerdo al bosque de la montaña; partía la leña, daba de comer al caballo; le tocaba también barrer el trozo de calle delante de casa porque el Ayuntamiento no se encargaba de ello; y en la época de la vendimia pisaba la uva con sus fuertes pies desnudos cubiertos de una piel que parecía curtida. El sueldo se lo guardaba el amo, que se lo invertía; los maliciosos decían que en la época de sus veinte años, cuando era guapa y casi rubia, el amo había sentido cierta inclinación hacia ella, pero aquellos eran chismes que el tiempo había disipado.
 Ahora está hirviendo con cuidado la leche en el hornillo que está encima del gran horno; con ocasión del parto del ama se ha puesto los zapatos, sin medias, como es natural, dispuesta para cualquier orden. Una arruga le surca la frente y sus orejas están tensas como las de las liebres. La responsabilidad de la casa es ahora toda suya y aprovecha exclusivamente su autoridad para tomarse algunas tacitas de café de más, que son su única pasión.
 Los muchachos llegan, uno por uno, para tomarse el café con leche que sirve en los redondos tazones de barro amarillo y rojo: incluso los mayores que son varones y ya van al instituto de la pequeña ciudad. El mayor, Santus, es un guapo muchacho de perfil fino y grandes ojos, de un gris azulado: tiene un aire pensativo y leal; viste ya algo rebuscadamente y, mientras se bebe el café con leche, acaba de repasar la lección de latín. El acontecimiento de la casa ni lo sorprende ni lo turba: conoce el misterio y lo acepta como una cosa natural. Sus sentidos permanecen tranquilos, casi fríos y templada la imaginación. No le gustan las mujeres, no piensa más que en estudiar, en profundizar en las cosas de la vida pero a través de los libros. No, no tiene imaginación, pero quizá él es, también, algo visionario, como la hermana pequeña y procede de un mundo alejado de la cruda realidad. Tiene prisa por irse a clase con los libros bien sujetos por una correa, y no le preocupa que el otro hermano se retrase o que quizá esté aún dormido en su cuarto del último piso que tiene dos ventanas: una en la fachada y la otra sobre los tejadillos de la despensa, el desván y el cuarto trasero.
 De hecho, antes que él bajan las dos hermanas mayores, Enza y Giovanna, que también van a clase; de poca estatura, casi iguales, como dos gemelas, con ojos celestes y pelo negro, tirante, muy tirante, y una trenza rematada en un bucle. Sus vestidos son verdaderamente ridículos, la falda larga y ancha atada a la cintura, alrededor de la blusa con canesú de amplias mangas, de una tela a rayas de colores; de la misma tela es la bolsa para los libros; llevan también medias blancas y botines claveteados y pañuelos de seda que ya empiezan a atarse con cierta coquetería sobre la mejilla izquierda, dejando al descubierto el pelo hasta la mitad de la cabeza.
 La pequeña, Cósima, que todavía no tiene edad para ir a la escuela, las mira con admiración y envidia, pero también con cierto temor porque ambas, y Enza especialmente, no sólo no juegan con ella sino que le prodigan manotazos, empujones, golpes y palabrotas, aprendidas de las compañeras de escuela.
 Su hermano Andrea se porta mejor con ella. Cuando las dos hermanas se han ido ya a la escuela, baja el muchacho, pero se niega a tomar el café con leche: "Cosa de mujeres", dice. Él se comería un buen filete de carne roja, medio cruda y, a falta de ésta, se contenta con bajar el cestillo de los criados y roer con sus fuertes dientes el pan duro y una corteza de queso. Nanna se le acerca suplicante con la taza colmada en las manos, ya que Andrea es su preferido, su solo afán y única preocupación.
 -Pareces un pastor -le dice, poniéndole la taza delante-. Toma esto; toma cordero; el maestro va a notar que hueles a queso.
 -Y ¿quién es él? Yo soy un rico pastor pero él es un pobre mendigo, un borrachín piojoso.
 Así habla Andrea de su profesor de latín y lo dice convencido, porque toda la gente que vive de un trabajo intelectual es para él más pobre que los pastores o los albañiles.
 Su mentalidad es, ciertamente, la de un rico pastor que conduce una tosca vida, pero posee rebaños, tierras y dinero y, sobre todo, libertad de acción, lo mismo para el bien que para el mal. Su aspecto físico es también rudo, cuadrado, los trajes descuidados, pero la cabeza es muy peculiar, potente, de pelo negrísimo; el perfil es chato, de labios sensuales; los ojos de un gris dorado, resplandecientes como los de un halcón. No le gusta estudiar y sólo es feliz cuando puede escaparse de casa a caballo, como un centauro adolescente. Nadie le ha enseñado a montar a caballo y, sin embargo, monta sin silla sobre potros indómitos y sus gritos, para incitarlos, rivalizan con los relinchos.
 Al ver a Cósima, que estaba quieta, sentada en su sillita baja con la escudilla en el regazo, le sonrió y antes de salir se le acercó diciéndole, en voz baja, con un tenue acento de complicidad:
 -El domingo te llevaré a caballo, al Monte; pero chitón, ¿eh?»
 

miércoles, 30 de agosto de 2017

"Aventuras maravillosas pero auténticas del capitán Corcorán".- Alfred Assollant (1827-1886)


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Segunda parte
XIII: De la educación y de las maneras de Mr. William Doubleface

«Al día siguiente, hacia las ocho de la mañana, Quaterquem fue despertado por un ruido de tambores y trompetas. Todo el pueblo llenaba las calles y plazas de Bagavapur. Al mismo tiempo, en el gran patio del palacio, relinchaban de impaciencia los caballos árabes y turcos de Corcorán.
 Quaterquem interrogó a uno de sus servidores.
 -Señor -explicó el hindú-, es que el maharajá da una gran fiesta a su pueblo.
 -¿De qué fiesta me estás hablando?
 -Hoy es cuando vamos a ver ahorcar al inglés.
 -¡Pobre Doubleface! -dijo Quaterquem.
 Se vistió a toda prisa, para no perder nada del espectáculo que se preparaba. Corcorán lo esperaba ya y el desayuno estaba servido. Alicia y Sita se sentaron frente a los dos amigos.
 -¿No podrías, como un favor a nosotros, concederle el indulto y devolverlo a Calcuta? -dijo Alicia-. Es un compatriota, después de todo. Y vos, querida Sita, ¿no haréis nada por ese desgraciado que va a perecer?
 -Vishnú es testigo -dijo la dulce y encantadora hija de Holkar-, que tengo horror de ver derramar sangre; pero creería traicionar al propio Corcorán, si le pidiese la vida de este asesino.
 -En lo que a mí respecta -dijo Quaterquem-, querría ver colgados a todos los traidores de la creación, no me incomodo que se empiece por éste.
 -Por lo demás -añadió Corcorán, que había callado hasta ese momento-, le queda todavía una tabla de salvación. Que se agarre a ella si quiere. Que traicione a su gobierno después de haberme traicionado a mí; una traición más o menos, para un Doubleface, no es nada.
 Al mismo tiempo ordenó que hicieran venir al prisionero.
 Doubleface se presentó con aire altivo. Iba seguido de Baber. Los dos tenían hierros en pies y manos.
 -¿Sabéis lo que os espera? -preguntó Corcorán.
 -Lo sospecho -respondió el otro.
 -¿Sabéis a qué precio podéis salvar vuestra vida e incluso vuestra libertad?
 -Lo sé. Colgadme.
 -Estoy fastidiado -dijo Corcorán-, de que hayáis consentido ejercer semejante oficio, porque sois un valiente.
 -¡Pche! -dijo Doubleface-, se hace el oficio que se puede. Si hubiera nacido hijo de lord, sería general del ejército, gobernador de la India, de Gibraltar o de Canadá; diría en público cosas desprovistas de sentido y sería aplaudido como un político del más alto nivel; cazaría el zorro con todos los caballeros del condado; presidiría todos los banquetes, haría brindis por todas las damas. Pero la suerte no lo ha querido. Nadie ha conocido a mi padre. Mi madre me ha educado, Dios sabe cómo, en las calles de Londres. A los diez años, me embarcaron como paje de escoba en un navío que iba a buscar café y azúcar en la isla de Mauricio; he dado cinco o seis veces la vuelta al mundo, he aprendido siete u ocho lenguas salvajes y, al fin de cuentas, no sabiendo qué hacer para convertirme en un caballero, me convertí en jefe de policía de Calcuta. Lord Braddock me ofreció esta misión y yo la acepté. Sabía que corría el riesgo de ser ahorcado, he jugado la partida y la he perdido. Haced lo que os plazca. En cuanto a traicionar al que me empleó, ¡no!, hay que tener integridad en el oficio.
 -¡Bien! -dijo Corcorán-. Estoy decidido. Respecto a ti, amigo Baber, te voy a ofrecer, al igual que a este inglés, un medio para no ser ahorcado. A ti te toca aprovecharlo.
 Y, volviéndose hacia la escolta, dijo:
 -Que los conduzcan al circo de los elefantes.
 Esta orden fue rápidamente cumplida.
 Todo el mundo sabe que el circo de los elefantes de Bagavapur, tan célebre en todo el Indostán, ha sido construido por orden y según los planes del célebre poeta Valmiki, autor del Ramayana y distinguido arquitecto.
 Es una construcción de ladrillos, perfectamente lisa en el exterior, pero que encierra en el interior un amplio anfiteatro, bastante parecido al de los circos romanos. Los lugares más bajos y, al mismo tiempo, más buscados por el público, se hallan elevados dieciocho pies sobre la arena, que se halla separada por un segundo cerco de enormes pilares, tan próximos uno del otro, que ningún hombre, por muy delgado que sea, puede deslizarse entre sus intersticios.
 Allí era donde debía tener lugar, con gran alegría del pueblo de Bagavapur, el combate de Baber y de Doubleface. Al vencedor, según la decisión de Corcorán, se le perdonaría la vida.
 El sol, resplandeciendo en un cielo puro, iluminaba esta escena imponente. Todo el pueblo de Bagavapur, sentado en las gradas del anfiteatro, esperaba con curiosidad el comienzo de la fiesta prometida. Hombres y niños comían, bebían y reían, pensando en la mueca que el desgraciado inglés no podría dejar de hacer con el último suspiro.»

martes, 29 de agosto de 2017

"Cómo se hace una novela".- Miguel de Unamuno (1864-1936)


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«Y además, lo repito, ¿no son, en rigor, todas las novelas que nacen vivas, autobiográficas y no es por esto por lo que se eternizan? Y que no choque mi expresión de nacer vivas, porque a) se nace y se muere vivo, b) se nace y se muere muerto, c) se nace vivo para morir muerto y d) se nace muerto para morir vivo.
 Sí, toda novela, toda obra de ficción, todo poema, cuando es vivo es autobiográfico. Todo ser de ficción, todo personaje poético que crea un autor hace parte del autor mismo. Y si éste pone en su poema un hombre de carne y hueso a quien ha conocido, es después de haberlo hecho suyo, parte de sí mismo. Los grandes historiadores son también autobiógrafos. Los tiranos que ha descrito Tácito son él mismo. Por el amor y la admiración que les ha consagrado -se admira y hasta se quiere aquello a que se execra y que se combate... ¡Ah, cómo quiso Sarmiento al tirano Rosas!- se los ha apropiado, se los ha hecho él mismo. Mentira la supuesta impersonalidad u objetividad de Flaubert. Todos los personajes poéticos de Flaubert son Flaubert y más que ningún otro Emma Bovary. Hasta Mr. Homais, que es Flaubert, y si Flaubert se burla de Mr. Homais es para burlarse de sí mismo, por compasión, es decir, por amor de sí mismo. ¡Pobre Bouvard! ¡Pobre Pécuchet!
 Todas las criaturas son su creador. Y jamás se ha sentido Dios más creador, más padre, que cuando se murió en Cristo, cuando en Él, en su Hijo, gustó la muerte.
 He dicho que nosotros, los autores, los poetas, nos ponemos, nos creamos en todos los personajes poéticos que creamos, hasta cuando hacemos historia, cuando poetizamos, cuando creamos personas de que pensamos que existen en carne y hueso fuera de nosotros. ¿Es que mi Alfonso XIII de Borbón y Habsburgo-Lorena, mi Primo de Rivera, mi Martínez Anido, mi conde de Romanones, no son otras tantas creaciones mías, partes de mí tan mías como mi Augusto Pérez, mi Pachico Zabalbide, mi Alejandro Gómez y todas las demás criaturas de mis novelas? Todos los que vivimos principalmente de la lectura y en la lectura, no podemos separar de los personajes poéticos o novelescos a los históricos. Don Quijote es para nosotros tan real y efectivo como Cervantes, o más bien éste tanto como aquél. Todo es para nosotros libro, lectura; podemos hablar del Libro de la Historia, del Libro de la Naturaleza, del Libro del Universo. Somos bíblicos. Y podemos decir que en el principio fue el Libro. O la Historia. Porque la Historia comienza con el Libro y no con la Palabra, y antes de la Historia, del Libro, no había conciencia, no había espejo, no había nada. La prehistoria es la inconciencia, es la nada.
 [Dice el Génesis que Dios creó el Hombre a su imagen y semejanza. Es decir, que le creó espejo para verse en él, para conocerse, para crearse.]
 Mazzini es hoy para mí como Don Quijote; ni más ni menos. No existe menos que éste y por tanto no ha existido menos que él.
 ¡Vivir en la historia y vivir la historia! Y un modo de vivir la historia es contarla, crearla en libros. Tal historiador, poeta por su manera de contar, de crear, de inventar un suceso que los hombres creían que se había verificado objetivamente, fuera de sus conciencias, es decir, en la nada, ha provocado otros sucesos. Bien dicho está que ganar una batalla es hacer creer a los propios y a los ajenos, a los amigos y a los enemigos, que se la ha ganado. Hay una leyenda de la realidad que es la sustancia, la íntima realidad de la realidad misma. La esencia de un individuo y la de un pueblo es su historia, y la historia es lo que se llama la filosofía de la historia, es la reflexión que cada individuo o cada pueblo  hacen de lo que les sucede, de lo que se sucede en ellos. Con sucesos, sucedidos, se constituyen hechos, ideas hechas carne. Pero como lo que me propongo al presente es contar cómo se hace una novela y no filosofar o historiar, no debo distraerme ya más y dejo para otra ocasión el explicar la diferencia que va de suceso a hecho, de lo que sucede y pasa a lo que se hace y queda.
 Se ha dicho de Lenin que en agosto de 1917, un poco antes de apoderarse del poder, dejó inacabado un folleto, muy mal escrito, sobre la Revolución y el Estado, porque creyó más útil y más oportuno experimentar la revolución que escribir sobre ella. Pero ¿es que escribir de la revolución no es también hacer experiencias con ella? ¿Es que Carlos Marx no ha hecho la revolución rusa tanto si es que no más que Lenin? ¿Es que Rousseau no ha hecho la Revolución Francesa tanto como Mirabeau, Danton y compañía? Son cosas que se han dicho miles de veces pero hay que repetirlas otros millares para que continúen viviendo, ya que la conservación del universo es, según los teólogos, una creación continua.
 ["Cuando Lenin resuelve un gran problema" -ha dicho Radek- "no piensa en abstractas categorías históricas, no cavila sobre la renta de la tierra o la plusvalía ni sobre el absolutismo o el liberalismo; piensa en los hombres vivos, en el aldeano Ssidor de Twer, en el obrero de las fábricas Putiloff o en el policía de la calle, y procura representarse cómo las decisiones que se tomen obrarán sobre el aldeano Ssidor o sobre el obrero Onufri." Lo que no quiere decir otra cosa sino que Lenin ha sido un historiador, un novelista, un poeta y no un sociólogo o un ideólogo, un estadista y no un mero político.]
 Vivir en la historia y vivir la historia, hacerme en la historia, en mi España y hacer mi historia, mi España, y con ella mi universo, y mi eternidad, tal ha sido y sigue siempre siendo la trágica cuita de mi destierro. La historia es leyenda, ya lo consabemos -es consabido-, y esta leyenda, esta historia me devora y cuando ella acabe me acabaré yo con ella. Lo que es una tragedia más terrible que aquella de aquel trágico Valentín de La piel de zapa. Y no sólo mi tragedia, sino la de todos los que viven en la historia, por ella y de ella, la de todos los ciudadanos, es decir, de todos los hombres -animales políticos o civiles, que diría Aristóteles-, la de todos los que escribimos, la de todos los que leemos, la de todos los que lean esto. Y aquí estalla la universalidad, la omnipersonalidad y la todopersonalidad -omnis no es totus-, no la impersonalidad de este relato. Que no es un ejemplo de ego-ismo sino de nos-ismo.
 ¡Mi leyenda!, ¡mi novela! Es decir, la leyenda, la novela de mí, Miguel de Unamuno, al que llamamos así, hemos hecho conjuntamente los otros y yo, mis amigos y mis enemigos, y mi yo amigo y mi yo enemigo.»
 

lunes, 28 de agosto de 2017

"La formación de la humanidad".- Richard Leakey (1944)


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13.-La génesis de la agresividad en el hombre
Los efectos del asentamiento entre los !kung*

«La mayoría de los cazadores-recolectores se volvieron sedentarios y agricultores hace ya muchos milenios. Hoy todavía existen algunos, pero muchos de estos grupos se hallan en vías de adoptar una existencia sedentaria, lo cual brinda una excelente oportunidad para el estudio de algunas de las implicaciones sociales del cambio. Este tipo de transición la están experimentando algunos !kung, quienes están siendo objeto de un estudio atento. Dice Richard Lee: "Existe una contradicción fundamental en la transición por la que atraviesan los !kung; es la que existe entre compartir, que es el elemento central de la forma de vida del cazador-recolector, y ahorrar, o controlar los recursos, lo cual, asimismo, es el elemento central de la forma de vida agrícola y ganadera. La comida de un campamento !kung se reparte inmediatamente entre residentes y visitantes sin distinción; si los ganaderos hicieran lo mismo con su ganado y los labradores con su grano, en seguida se arruinarían. Muchas familias padecen a causa de tales exigencias conflictivas."
 [...] La causa principal de que los !kung adopten gradualmente la agricultura es la presión por parte del gobierno. Durante años los !kung han vivido  en íntimo contacto con los agricultores y hoy, hasta cierto punto, están copiando las prácticas ganaderas y agrícolas de éstos. Un campo !kung típico mide menos de una hectárea, tiene una forma más o menos ovalada y no suele ser de regadío. Sus cosechas más importantes son de maíz, melones, sorgo y tabaco. De todas, la más difícil es, con mucho, la de tabaco, que requiere un riego constante y buena sombra. [...]
 Del campo se ocupan predominantemente las mujeres. Los hombres dedican mucho tiempo a sus animales, de modo que pasan muchas más horas lejos del poblado que sus esposas. Dice Richard Lee: "Esta división del trabajo está teniendo importantes implicaciones políticas. Para empezar, el trabajo de los hombres con los rebaños les pone en contacto con los agricultores locales, oportunidad generalmente negada a las mujeres. Y como las estructuras políticas locales están siendo cada vez más importantes para los !kung, ello supone que, a diferencia de antes, el poder es en gran parte una prerrogativa de los hombres. En segundo lugar, cuando los animales están crecidos, el ganado suele venderse, lo que da a los hombres acceso a una economía de dinero. La mayor parte del producto agrícola de las mujeres se destina a la subsistencia, de manera que también desde este ángulo quedan más o menos excluidas de una importante institución nueva. Fabrican y venden una especie de cerveza de miel, pero sus ingresos no son nada comparados con los que se obtienen del ganado."
 Patricia Draper ha llevado a cabo un estudio especial sobre interacciones sociales entre los !kung que están cambiando su estilo de vida y dice que le da la "fuerte impresión de que el igualitarismo sexual de la maleza está siendo socavado en los poblados !kung sedentarios." Se lamenta de que los papeles de cada sexo se estén definiendo con mayor rigidez, de modo que ahora los hombres se inclinan a desentenderse de algunas tareas por considerarlas "no de hombre" o "inadecuadas" para ellos. Esto apenas ocurría antes. "En el monte, las mujeres se sienten orgullosas de la contribución diaria regular que hacen a la comida de la familia... También mantienen el control de la comida que han recolectado después del regreso al poblado", indica Patricia Draper. El cambio de categoría de las mujeres bajo el nuevo estilo de vida es sorprendente.
 Un campamento !kung en el monte consiste en una colección estrechamente unida de siete o más cabañas sencillas, alineadas en círculo y con fachada al centro. Así describe Patricia Draper la vida en él. "En el campamento, todos pueden ver (y, a menudo, oír) siempre a todos, ya que no hay lugares privados a los que la gente pueda retirarse. Incluso de noche permanecen en el espacio visualmente abierto, durmiendo solos o con otros miembros de la familia en torno a hogueras encendidas frente a las cabañas." La intimidad colectiva es la característica más sobresaliente de este tipo de asentamiento. Se intercambian noticias, se resuelven disputas  y se comparte la comida; todo ocurre dentro de este foco intensamente social.
 En el poblado agrícola, la vida es distinta. Aquí, las casas están dispersas y, a menudo, dispuestas en torno a un corral de ganado. Las entradas de las casas ya no miran directamente a la vida del poblado. La gente ya no mantiene un contacto físico mutuo estrecho. "En un asentamiento nómada, una oleada de comida, lleva consigo una oleada de emociones y de sentimientos, oleada que es frenada en el poblado agrícola", se lamenta Richard Lee. Además, la combinación de la vida sedentaria con el acceso al dinero ha llevado a la gente a empezar a acumular riquezas materiales en forma de ropas y otros "bienes de consumo".
 [...] Patricia Draper les preguntó a algunas mujeres !kung qué vida era mejor: la de una mujer !kung o la de una mujer herero. Kxaru!a, una mujer cincuentona, respondió: "Las mujeres !kung están mejor. Entre los herero, si un hombre está enojado con su mujer, puede meterla en casa, cerrar la puerta y maltratarla. Nadie puede ir a separarlos. No se puede hacer otra cosa más que oír sus gritos. Cuando los !kung nos peleamos, los demás se entrometen." Sus compañeras asintieron con la mayor seriedad. Es evidente que, para estas mujeres, la vida es algo más que lo que pueden ofrecer la agricultura y el progreso material que ésta conlleva: su estructura de intimidad social es su vida.
 El viraje a la agricultura también está afectando a los niños !kung. "En el monte, los chiquillos de ambos sexos realizan por igual pequeñas tareas", explica Patricia Draper, "y su papel no está diferenciado por el sexo, es decir, no hay unas tareas fijas para niños y otras para niñas... En cambio, en los poblados fijos hay una tendencia a considerar a los hijos como futuros operarios. Los chicos, por ejemplo, ayudan al cuidado de los animales, mientras que las niñas trabajan con su madre en el campo o la ayudan en casa." [...]
 Una consecuencia práctica muy marcada del nuevo estilo de vida de los !kung es el notable aumento de la tasa de natalidad. Antes, las mujeres daban a luz una vez cada cuatro años, mientras que, ahora, en los poblados de asentamiento agrícola reciente la tasa se acerca a un parto cada dos años y medio.»
 
 *Los !kung (también escrito !xun) son un pueblo San, que viven en el desierto de Kalahari entre Botsuana, Namibia y Angola. Hablan la lengua !kung, que se destaca por su amplio uso de consonantes clic o chasquido consonántico.
 

domingo, 27 de agosto de 2017

"Un viaje frustrado".- José Pla (1897-1981)


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«Años atrás oí contar una historia relacionada con Pere Pagell -exactamente, la historia de la cajita de libras esterlinas-, y a la hora de tomar café le pido si puede darnos alguna información sobre el hecho, suponiendo que el hecho sea cierto.
 -¡Es absolutamente seguro que la cosa sucedió!... -dice el pescador, con aspecto de estar un poco avergonzado.
 Pagell es un hombre que tiene la piel llena de pecas rojizas, el bigote y la barba entrecanos, de mediana edad, de estatura media, algo encorvado, no muy corpulento; parece ser un trabajador infatigable, muy pobre, muy resignado, de una infinita bondad.
 -Imagínese -dice- que con otros dos hombres de Begur, que ya murieron, pescábamos langostas en la parte más exterior de los Llims.
 Una mañana, mientras levábamos las nasas, vimos que sobre el mar flotaba una cajita. La recogimos y, una vez terminado el trabajo, la descerrajamos. La cajita era de muy buena madera, estaba muy bien construida y, aunque llevaba mucho tiempo en el mar, no había entrado en ella ni una gota de agua. Dentro de la cajita había un montón de papeles. Los leímos, pero no sacamos nada en claro. Se trataba de unos papeles blancos con letras muy bien hechas. Todos los que andábamos embarcados supusimos que no valían nada. Así pues, los fuimos echando al agua como si fueran recortes de periódico. Lo que nos gustó fue la cajita. Creíamos que en Begur nos darían por ella por lo menos un par de duros. Todos los papeles fueron a parar al mar, menos dos o tres que quedaron olvidados en la sentina.
 Al llegar a Sa Tuna se acercó a la barca el señor Nap, para ver qué traíamos y comprar algún pescado.
 Mientras regateábamos le mostramos la cajita y le contamos lo de los papeles.
 -Eran papeles como éste... -dije, enseñándole uno, mojado, que recogí bajo el banco de popa.
 Nap observó atentamente el papel. Lo miró por delante y por detrás y luego a contraluz. Era un hombre que entendía en cosas de comercio. Llevaba los libros de la cooperativa. Dijo, por fin:
 -¿Eran como éste todos los billetes que habéis tirado?
 -Yo diría que sí. Mejor dicho, eran exactamente como éste.
 Nap nos miró con un aire de tristeza y curiosidad vivísimas: una mirada que no le había conocido antes.
 -¿Qué clase de papel es éste, señor Nap? -le pregunté.
 -Es un billete de cinco libras esterlinas...
 Hermós, que ha estado escuchando la historia con un enorme interés, no puede contenerse:
 -Yo le llamo a eso un hatajo de imbéciles...
 -Tenéis razón, Hermós, tenéis razón... -dice la mujer de Pagell, maquinalmente, como si hablara del tiempo.
 Cuando acaba de contar la historia, Pagell está azorado como el día en que Nap le descubrió la verdad. Su figura parece literalmente angélica, al decir poco después:
 -De todos modos, igual tenemos que morir... Por la cajita nos dieron tres duros...
 -¡Tres burros! -exclama Hermós con la gorra en el cogote, frenético.
 Se produce un penoso silencio. Todo el mundo mira a Pagell, que se ha quedado con la mirada fija en el fondo de un vaso de vino vacío. Para terminar de una vez, le pregunto:
 -¿Y vos, Pere, qué pensasteis entonces? ¿Qué pensáis ahora?
 -¿Qué quiere usted que piense, pobre de mí? Aquel dinero... había mucho dinero... no era nuestro. Era de un barco hundido o de alguien que lo perdió. ¡Vaya usted a saber!
 -¿Y nada más?
 -También he pensado, a veces, que ser pobre no tiene mucho mérito, francamente. Todo el mundo, en cuanto se distraiga un poco, puede serlo...
 Después de pasar la tarde con esta buena gente, hemos cenado también juntos. Al llegar el momento de dormir, nos ofrecen un rincón junto al fuego. Hermós no acepta.
 -En Sa Tuna, Pagell, hay demasiadas ratas, demasiadas ratas para dormir en el suelo... -dice.
 -Cierto que hay alguna, Hermós, cierto que hay alguna... -dice la pobre mujer del pescador, resignada, respetuosa, maquinalmente.»

sábado, 26 de agosto de 2017

"El Cid".- Pierre Corneille (1606-1684)


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 Acto primero. Escena cuarta.
El conde don Gómez* y don Diego**.

«El Conde: Al fin, sois vos quien ganáis y el favor del rey os eleva a un rango que sólo a mí me correspondía. Os hace ayo del príncipe de Castilla.
 Don Diego: Este honor que hace a mi familia, muestra a todos que es justo y pone de manifiesto sobradamente que sabe recompensar los servicios pasados.
 El Conde: Por grandes que sean los reyes, son como nosotros; pueden equivocarse como los demás hombres y esta elección muestra a todos los cortesanos que saben pagar mal los servicios presentes.
 Don Diego: No sigamos hablando de una elección que irrita vuestro ánimo; el favor ha podido decidirla tanto como el mérito; de escogeros, quizá se hubiera podido escoger mejor, pero el rey me ha juzgado más apto para su deseo. Al honor que me ha hecho, añadid vos otro. Unamos con un lazo sagrado mi casa y la vuestra. Rodrigo ama a Jimena, y su digna persona es el objeto más querido de su afecto. Consentid en ello, señor, y aceptarle por yerno.
 El Conde: A más altos partidos debe aspirar Rodrigo, y el nuevo esplendor de vuestra dignidad debe llenar su corazón con otras vanidades. Ejercedla, señor, y educad al príncipe, mostradle cómo hay que regir una provincia, cómo hacer temblar por doquier a los pueblos sometidos a su ley, henchir de amor a los buenos y de espanto a los malvados: unid a estas virtudes las de un capitán, mostradle cómo hay que endurecerse con las fatigas, no tener rival en el oficio de Marte, pasar días enteros y noches a caballo, descansar completamente armado, forzar una muralla y deber sólo a uno mismo el triunfo en la batalla. Instruidle con vuestro ejemplo y recordad que han de ver sus ojos lo que le enseñáis.
 Don Diego: Para instruirse con el ejemplo, a pesar de la envidia, le bastará leer la historia de mi vida: ahí, en una larga trama de nobles acciones, verá cómo hay que domar a los pueblos, atacar una plaza, ordenar un ejército y con grandes hazañas labrar su renombre.
 El Conde: Mayor poder tienen los ejemplos vivos, un príncipe aprende mal sus deberes en un libro. Y a fin de cuentas, ¿qué hay en tan grande número de años que no pueda igualar una de mis jornadas? Si vos fuisteis valiente, yo lo soy ahora y este brazo es el más firme apoyo del reino; Granada y Aragón tiemblan cuando este acero reluce, mi nombre sirve de baluarte a toda Castilla; sin mí, pronto pasaríais a depender de otras leyes y si no me tuvieseis ya no tendríais reyes. Cada día, cada instante añade para gloria mía laurel sobre laurel, victoria sobre victoria: para ejercitarse en la generosidad, el príncipe ganaría combates caminando a mi lado; lejos de las frías lecciones que ha preferido a mi brazo, aprendería a vencer viendo mi comportamiento.
 Don Diego: Me habláis en vano de lo que yo conozco: os he visto combatir y mandar bajo mis órdenes; cuando en mis nervios la edad ha puesto su hielo, vuestro raro valor ha ocupado mi sitio; en fin, para ahorrarnos palabras superfluas, vos sois hoy lo que antaño yo fui. Sin embargo, en esta igualdad ya veis que entre nosotros un monarca hace diferencias.
 El Conde: Lo que yo merecía, vos os lo habéis llevado.
 Don Diego: Quien a vos os lo ha ganado, más lo había merecido.
 El Conde: Quien mejor puede ejercerlo, es el más digno.
 Don Diego: Ser rechazado no es buena señal de ello.
 El Conde: Lo habéis obtenido mediante intrigas, pues sois viejo cortesano.
 Don Diego: Mi único partidario ha sido el esplendor de mis hazañas.
 El Conde: Digamos mejor que el rey ha hecho honor a vuestros años.
 Don Diego: El rey, cuando lo hace, lo mide por el valor.
 El Conde: Si así fuera, ese honor sólo correspondería a mi brazo.
 Don Diego: Quien no ha podido obtenerlo no lo merecía.
 El Conde: ¿Qué no lo merecía? ¿Yo?
 Don Diego: Vos.
 El Conde: Tu desvergüenza, temerario viejo, tendrá su merecido. (Le da una bofetada.)
 Don Diego: Acaba, y toma mi vida después de afrenta tal, la primera con que mi raza ha visto enrojecer su frente. (Echan mano a las espadas.)
 El Conde: ¿Y qué piensas hacer con tanta debilidad?
 Don Diego: ¡Oh, Dios! Mis gastadas fuerzas en este trance me abandonan.
 El Conde: Tu espada es mía, pero te envanecerías demasiado si este vergonzoso trofeo hubiera pesado en mi mano. Adiós, y haz leer al príncipe, para su instrucción, y a pesar de la envidia, la historia de tu vida: este justo castigo a unas palabras insolentes no dejarán de servirle de pequeño ornamento.
 Don Diego: ¿No derramas mi sangre?
 El Conde: Mi ánimo está satisfecho y mis ojos reprochan a mi mano tu derrota.
 Don Diego: ¡Desprecias mi vida!
 El Conde: Detener su curso no sería más que adelantar la Parca tres días.»
 
 
*Don Gómez, conde Gormaz y padre de Jimena.
**Don Diego, padre de don Rodrigo.

viernes, 4 de agosto de 2017

"La jungla".- Upton Sinclair (1878-1968)


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Capítulo XXIII

«-Estoy buscando hombres para un trabajo duro. Se trata de excavar túneles para los cables de teléfono, todo bajo tierra. Es posible que no sea lo que anda buscando.
 -No hay inconveniente, señor. Cualquier trabajo es bueno para mí. ¿Cuánto es la paga?
 -Quince centavos por hora.
 -De acuerdo, señor.
 -Perfectamente. Vuelva a la entrada y que inscriban su nombre.
Y así, antes de que transcurriera media hora Jurgis se encontraba ya trabajando a buena profundidad bajo las calles de Chicago. Para tratarse de un conducto destinado a conexiones telefónicas, el túnel, con sus tres metros de anchura y un alto casi equivalente, no podía ser más singular: una verdadera tela de araña con brazos y bifurcaciones que se extendían en todos los sentidos. Jurgis caminó más de un kilómetro con el resto del equipo antes de alcanzar el lugar donde habían de iniciar el trabajo. El túnel, cosa todavía más extraña, estaba dotado de luz eléctrica y tenía un doble tendido de raíles para ferrocarril de vía estrecha. Pero, no siendo su misión la de hacer preguntas, Jurgis hizo caso omiso de todo ello y ni siquiera volvió a parar mientes en lo observado. Hubo de pasar un año antes de que llegase a comprender lo que aquel tinglado ocultaba.
 Discretamente y casi con sigilo, el Consistorio municipal había aprobado un pequeño e inocuo proyecto por el que se autorizaba a cierta compañía la construcción de una red de conductos subterráneos destinada a la instalación de cables telefónicos. Amparándose en dicha autorización, un gran grupo de empresas había perforado todo el subsuelo urbano creando un trazado de líneas subterráneas para trenes de mercancías con el que los más importantes patronos de la ciudad -cuya fuerza conjunta representaba un capital de cientos de millones de dólares- se proponía escapar al azote del sindicato de transportes, que era, de todos, el que más les hostigaba. Cuando quedase ultimada la red de túneles, que comunicaba a todas las grandes factorías y almacenes con los depósitos ferroviarios, los patronos tendrían al enojoso sindicato en el puño. Los rumores y especulaciones que habían llegado alguna que otra vez al Consejo lograron que se instruyesen investigaciones al respecto, pero, a cada intento del comité investigador, la aparición de crecidas sumas de dinero había echado tierra sobre el asunto y, cuando la ciudad quiso darse cuenta del asunto, se encontró ante un hecho consumado. El hecho, a buen seguro, dio lugar a un escándalo formidable que puso al descubierto una serie de delitos, entre ellos la falsificación de las actas municipales, lo cual llevó a la picota -en sentido figurado, naturalmente- a varias personalidades ciudadanas, ilustres por sus caudales.Y, a pesar de que las obras tenían su entrada principal en las traseras de una taberna propiedad de uno de los miembros del Consistorio, éstos alegaron no haber tenido conocimiento de lo que estaba ocurriendo.
 Jurgis tenía su lugar de trabajo en una de las perforaciones de reciente apertura, lo cual le garantizaba la ocupación para todo el invierno. Tanto fue su júbilo al descubrirlo que aquella noche se fue de parranda. Luego, con el dinero que le restaba, se aseguró hospedaje en una casa de huéspedes donde podía, por un dólar semanal, compartir con otros tres hombres un gran colchón de paja de hechura casera. Otros cuatro dólares le proporcionaron pensión alimenticia para toda la semana en una casa vecina a su trabajo. Esto le dejaba un remanente semanal de cuatro dólares, una cantidad nunca soñada por Jurgis, si bien al principio hubo de costearse las herramientas y un par de botas recias, por cuanto las suyas, de puro viejas, se le caían de los pies. Algo parecido ocurría con su única camisa, que un verano de uso había convertido en un harapo, por lo cual hubo de sustituirla por otra de franela. Y, finalmente, estaba el abrigo. Toda una semana se pasó Jurgis reflexionando si debía o no adquirir el que su patrona ofrecía de ocasión, propiedad de un buhonero judío que no había dejado, a su muerte, otra cosa con que liquidarle los atrasos. Jurgis, sin embargo, acabó por resolverse en contra de la compra en vista de que las horas del día las pasaba bajo tierra y, las de la noche, en la cama.
 Nunca pudo errar más que tomando aquella decisión, la más propicia para empujarle a las tabernas. Su horario de trabajo, que le ocupaba desde las siete de la mañana hasta las cinco de la tarde, no le concedía más asueto que la media hora destinada al almuerzo, con lo cual los días laborables no llegaba Jurgis a ver la luz del sol. Y luego, caída la noche, no tenía adónde ir, como no fuesen los cafetines: único lugar que, además de luz y calor, podía proporcionarle la oportunidad de escuchar un poco de música o de charlar un rato en compañía de algún camarada. Sin un hogar donde cobijarse, huérfano de todo afecto en este mundo, no le restaba en verdad otro amparo que el que procede de lo que, burlescamente, ha dado en llamarse el compañerismo del vicio. Cierto que los domingos podía uno acudir a la iglesia, mas ¿dónde encontrar una en la que un obrero apestoso, cubierto de parásitos que se le asomaban al cuello, pudiese sentarse en un banco sin advertir cómo la gente se apartaba de él con aire de disgusto? Cierto, también, que le quedaba su cuarto de la casa de hospedaje o, al menos, una esquina de él: un espacio cerrado y sin caldeo, con un ventanuco abierto sobre una tapia desnuda que se levantaba a dos pies de distancia; y, cómo no, estaban, por último, las calles desiertas, barridas por el viento huracanado del invierno. Aparte de estas cosas, sin embargo, Jurgis no tenía más que las tabernas y, para permanecer en ellas, veíase, por supuesto, obligado a beber. Un trago de vez en cuando le daba derecho a acomodarse a su antojo, a jugar a los dados o echar, con una baraja grasienta, sentado a una mesa de raído tapete, una partida de cartas; también podía hojear las páginas color de rosa de un periódico "deportivo", donde abundaban las manchas de cerveza y las fotografías de asesinos y de mujeres medio desnudas. En tales diversiones gastaba Jurgis su dinero y así transcurrió su vida a lo largo de las seis semanas y media que estuvo a sueldo de los magnates de Chicago, trabajando con denuedo a fin de que aquéllos pudieran salirse de las garras de su sindicato de transportes.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1986, en traducción de Antonio Samons, pp. 61-63. ISBN: 84-7634-122-9.]
 

jueves, 3 de agosto de 2017

"La sexualidad de la mujer".- Marie Bonaparte (1882-1962)


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Primera parte: De la bisexualidad en la mujer
 Capítulo 4: De los factores perturbadores de la evolución femenina
 c) Del peligro vital y del peligro moral inherente a las funciones sexuales femeninas

«A menudo, las mujeres tienen miedo de la maternidad. Las causas de este fenómeno no son únicamente económicas, las mismas que pueden incitar al hombre a no engendrar. La mujer experimenta también el miedo ante el dolor y el miedo ante el peligro; ambos se oponen al deseo instintivo, por otra parte tan profundo, de la maternidad.
 Este miedo tiene sus raíces en la más lejana infancia de la niña. Parece evidente, entonces, que en la base de esta actitud se encuentra una percepción, o más exactamente aún, una aprehensión de hechos biológicos. Tal como Karen Horney ha señalado acertadamente, el coito de los adultos es interpretado por los niños que lo observan -hecho muy frecuente- según se identifiquen de forma predominante con el padre o con la madre. En tales casos, el niño, como resultado de la comparación de su excesivamente pequeño pene con el orificio interior de la madre, ve herido de modo narcisista su amor propio, y disminuido su valor; en cambio, la niña, al comparar su reducido orificio interior con el gran pene paterno, teme que el acto, tan deseado por otra parte, provoque en ella una herida vital. Se trata, pues, de un temor totalmente fundado, ya que la unión de un hombre adulto con una niña de corta edad, tanto si este coito fuese vaginal como anal, daría lugar a peligrosos desgarramientos.
Ciertamente, en la observación del coito de los adultos, el niño -varón o hembra- se identifica siempre, aunque en proporciones variables, con los dos adultos a la vez. En estos casos, el niño lleva a cabo una identificación psíquica bisexual, debida, precisamente, a su primitiva bisexualidad biológica. Posteriormente, el niño conservará el temor y el deseo de ser penetrado pasivamente por el pene paterno, y la niña ciertos restos de deseo fálico de "penetrar" activamente o, más exactamente, de empujar hacia adelante con su pequeño clítoris. Sólo podemos afirmar que, en los casos favorables -cuando la sexualización psíquica corresponde al sexo de las gónadas- la actitud masculina debe ser predominante en el niño y la femenina, en la niña, desde el principio.
 Sin embargo, y permítaseme insistir una vez más, parece imposible que, incluso la niña, perciba el orificio propio a la penetración del pene de un modo verdaderamente vaginal, es decir, con una neta representación de la membrana recto-vaginal. Este orificio es percibido, incluso después que los pequeños dedos lo han descubierto, de modo cloacal. Ciertamente, la niña posee para esta concepción de la "vagina-agujero" una base anatómica, de la que el niño, por su parte, carece; pero, al contrario de lo que ocurre con los demás agujeros o conductos que ya tienen para el niño una utilidad concreta -boca, orejas, nariz, ano- la vagina, por la que todavía no pasa nada, no puede ser concebida, en esta edad temprana, en su circunscrita y neta individualidad. Es probable, además, que el horror ante su propia castración, materializada por la huella-herida de la vulva, contribuya a impedir que la niña lleve a cabo una observación detallada de esas regiones.
 En cualquier caso, la posible penetración por el gran pene adulto de su orificio interior debe ser considerada, y con razón, por la niña, como un peligro, aun cuando al mismo tiempo la desee.
 Hay que añadir a este temor, el miedo -más específicamente femenino- a la maternidad.
 La idea de que los bebés crecen en el cuerpo, en el vientre de la madre, suele ser muy precoz en el niño, a pesar de las historias acerca de las coles* o de las cigüeñas, que le han sido contadas y que simula creer. Sin embargo, el niño está convencido de que el bebé germina, crece y nace en el aparato digestivo, tal como Freud ha observado desde hace ya mucho tiempo, concordando con el testimonio de infinidad de cuentos y de mitos en los que la reina concibe después de haber comido determinados alimentos -y en particular, una manzana. Es posible que esta visión se halle ya influida, desplazada, por la censura. Por mi parte, creo que el presimbolismo inicial, anterior al desplazamiento provocado por la censura, es utilizado por ésta de una forma secundaria, es decir, me inclino a pensar que el presimbolismo universal se halla en la base de estas teorías sexuales infantiles.
 No obstante, el bebé cloacal debe ser considerado por el niño que lo imagina -dada la desproporción existente entre aquél y el cuerpo de éste- como un peligro más amenazador aún que el pene. ¿Cómo es posible que un objeto tan voluminoso pase por el cuerpo sin desgarrarlo? Por otra parte, la niña ha oído decir que el parto es doloroso; ha visto a su madre, o a otras mujeres postradas en el lecho, heridas y enfermas, cada vez que han dado a luz: el lecho de dolor está cerca de la cuna. Más significativo es aún el caso de las niñas que han visto morir a su madre en un parto; para ellas, la muerte aparece como el precio de la maternidad.
 La aceptación de estos peligros vitales inherentes a la función femenina, la neutralización de la angustia que éstos provocan, exige que la mujer esté dotada de un cierto masoquismo erógeno; masoquismo, por otra parte, típicamente femenino.
 Sin embargo, la niña que aspira a identificarse, en los actos de amor, con la mujer adulta, con la madre, se ve amenazada también por otros peligros. Ocupar el lugar de la madre quiere decir agredirla y esta agresión implica, a su vez, una venganza por parte de la madre. Se trata del miedo edipiano ante la madre rival, miedo que es ya de esencia moral.»
 
 *En Francia, suele decirse que los niños nacen debajo de una col.