jueves, 31 de agosto de 2017

"Cósima".- Grazia Deledda (1871-1936)


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«Es necesario decir dos palabras sobre esta criada que, en el recuerdo, parece también una invención irreal. Se llamaba Nanna y ahora estará sentada a la diestra de Dios, fiel aún a sus amos, en las filas de los Patriarcas. Llevaba veinte años al servicio de la casa y habría de transcurrir allí otros veinte más. Tenía entonces treinta años; había llegado, siendo todavía una niña, del tugurio de una pobre gente, para cuidar del primer hijo de los amos, que había muerto pocos meses después de nacer, aunque dejando en la cuna su puesto a otro. La cuna también era primitiva, como excavada en el tronco de un nogal, sin velos ni adornos, y no estaba jamás vacía.
 Nanna era todavía una mujer guapa, con ojos castaños de perro fiel, un lunarcillo peloso en la comisura de la boca y los pechos anchos y caídos de las razas esclavas. Desde luego no era una esclava en aquella casa donde todo se le confiaba, incluidos los niños, que dormían con ella y que la seguían cuando tenía que ir a hacer algún recado. Si trabajaba día y noche lo hacía voluntariamente: iba a sacar agua de la fuente, a lavar la ropa lejos, donde quiera que hubiera un arroyuelo; limpiaba la harina y amasaba con el ama el pan de trigo y de cebada; iba a recoger las aceitunas a la finca, a coger bellotas para el cerdo al bosque de la montaña; partía la leña, daba de comer al caballo; le tocaba también barrer el trozo de calle delante de casa porque el Ayuntamiento no se encargaba de ello; y en la época de la vendimia pisaba la uva con sus fuertes pies desnudos cubiertos de una piel que parecía curtida. El sueldo se lo guardaba el amo, que se lo invertía; los maliciosos decían que en la época de sus veinte años, cuando era guapa y casi rubia, el amo había sentido cierta inclinación hacia ella, pero aquellos eran chismes que el tiempo había disipado.
 Ahora está hirviendo con cuidado la leche en el hornillo que está encima del gran horno; con ocasión del parto del ama se ha puesto los zapatos, sin medias, como es natural, dispuesta para cualquier orden. Una arruga le surca la frente y sus orejas están tensas como las de las liebres. La responsabilidad de la casa es ahora toda suya y aprovecha exclusivamente su autoridad para tomarse algunas tacitas de café de más, que son su única pasión.
 Los muchachos llegan, uno por uno, para tomarse el café con leche que sirve en los redondos tazones de barro amarillo y rojo: incluso los mayores que son varones y ya van al instituto de la pequeña ciudad. El mayor, Santus, es un guapo muchacho de perfil fino y grandes ojos, de un gris azulado: tiene un aire pensativo y leal; viste ya algo rebuscadamente y, mientras se bebe el café con leche, acaba de repasar la lección de latín. El acontecimiento de la casa ni lo sorprende ni lo turba: conoce el misterio y lo acepta como una cosa natural. Sus sentidos permanecen tranquilos, casi fríos y templada la imaginación. No le gustan las mujeres, no piensa más que en estudiar, en profundizar en las cosas de la vida pero a través de los libros. No, no tiene imaginación, pero quizá él es, también, algo visionario, como la hermana pequeña y procede de un mundo alejado de la cruda realidad. Tiene prisa por irse a clase con los libros bien sujetos por una correa, y no le preocupa que el otro hermano se retrase o que quizá esté aún dormido en su cuarto del último piso que tiene dos ventanas: una en la fachada y la otra sobre los tejadillos de la despensa, el desván y el cuarto trasero.
 De hecho, antes que él bajan las dos hermanas mayores, Enza y Giovanna, que también van a clase; de poca estatura, casi iguales, como dos gemelas, con ojos celestes y pelo negro, tirante, muy tirante, y una trenza rematada en un bucle. Sus vestidos son verdaderamente ridículos, la falda larga y ancha atada a la cintura, alrededor de la blusa con canesú de amplias mangas, de una tela a rayas de colores; de la misma tela es la bolsa para los libros; llevan también medias blancas y botines claveteados y pañuelos de seda que ya empiezan a atarse con cierta coquetería sobre la mejilla izquierda, dejando al descubierto el pelo hasta la mitad de la cabeza.
 La pequeña, Cósima, que todavía no tiene edad para ir a la escuela, las mira con admiración y envidia, pero también con cierto temor porque ambas, y Enza especialmente, no sólo no juegan con ella sino que le prodigan manotazos, empujones, golpes y palabrotas, aprendidas de las compañeras de escuela.
 Su hermano Andrea se porta mejor con ella. Cuando las dos hermanas se han ido ya a la escuela, baja el muchacho, pero se niega a tomar el café con leche: "Cosa de mujeres", dice. Él se comería un buen filete de carne roja, medio cruda y, a falta de ésta, se contenta con bajar el cestillo de los criados y roer con sus fuertes dientes el pan duro y una corteza de queso. Nanna se le acerca suplicante con la taza colmada en las manos, ya que Andrea es su preferido, su solo afán y única preocupación.
 -Pareces un pastor -le dice, poniéndole la taza delante-. Toma esto; toma cordero; el maestro va a notar que hueles a queso.
 -Y ¿quién es él? Yo soy un rico pastor pero él es un pobre mendigo, un borrachín piojoso.
 Así habla Andrea de su profesor de latín y lo dice convencido, porque toda la gente que vive de un trabajo intelectual es para él más pobre que los pastores o los albañiles.
 Su mentalidad es, ciertamente, la de un rico pastor que conduce una tosca vida, pero posee rebaños, tierras y dinero y, sobre todo, libertad de acción, lo mismo para el bien que para el mal. Su aspecto físico es también rudo, cuadrado, los trajes descuidados, pero la cabeza es muy peculiar, potente, de pelo negrísimo; el perfil es chato, de labios sensuales; los ojos de un gris dorado, resplandecientes como los de un halcón. No le gusta estudiar y sólo es feliz cuando puede escaparse de casa a caballo, como un centauro adolescente. Nadie le ha enseñado a montar a caballo y, sin embargo, monta sin silla sobre potros indómitos y sus gritos, para incitarlos, rivalizan con los relinchos.
 Al ver a Cósima, que estaba quieta, sentada en su sillita baja con la escudilla en el regazo, le sonrió y antes de salir se le acercó diciéndole, en voz baja, con un tenue acento de complicidad:
 -El domingo te llevaré a caballo, al Monte; pero chitón, ¿eh?»
 

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