domingo, 8 de octubre de 2017

"El aliento".- Thomas Bernhard (1931-1989)


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«A aquel adolescente los médicos le parecían siempre embajadores del espanto, a los que sus enfermedades lo habían entregado despiadadamente. Con los médicos sólo había podido tener siempre una relación de terror. Jamás, en ningún instante, habían despertado su confianza. Todos los seres que ha conocido y querido han sido sin remedio seres enfermos que, en un momento determinado, han sido dejados en la estacada por los médicos en el momento decisivo de su enfermedad y, como más tarde ha tenido que decirse, casi siempre por negligencia crasa e irresponsable. Una y otra vez se encontró con la falta de humanidad de los médicos y se sintió ofendido por su altanería exagerada y su necesidad de notoriedad, francamente perversa. Tal vez, en su infancia y juventud, tropezó sólo con esos médicos repulsivos y, en fin de cuentas, mortalmente peligrosos, porque la realidad es que no todos los médicos son repulsivos ni mortalmente peligrosos, como la experiencia ulterior le ha demostrado. El que, como siempre le ha parecido, en contra de todos esos médicos que practican con ligereza la medicina y, por consiguiente, su llamada sagrada profesión, hubiera sanado en definitiva una y otra vez, se lo debía, en fin de cuentas, a su naturaleza, resistente en alto grado una y otra vez. Acaso fueron precisamente las muchas enfermedades que en el curso de su infancia y juventud había tenido las que parecían garantizarle, una y otra vez, la supervivencia. En cualquier caso fue su propia fuerza de voluntad, en mucha mayor medida que el arte de los médicos, la que le hizo soportar esas enfermedades y salir de esas enfermedades, en fin de cuentas bastante incólume. Entre cientos de los llamados médicos, rara vez se encuentra un verdadero médico; desde ese punto de vista, los enfermos son, en todo caso, una sociedad condenada siempre a la enfermedad permanente y a la muerte. Los médicos son megalómanos o impotentes, y en todo caso perjudican a los enfermos si éstos no toman por sí mismos la iniciativa. Las excepciones confirman la regla. Era verdad que mi abuelo había hablado con el jefe de mi servicio y que había podido incluso, como me había dicho, tener con él una conversación satisfactoria, pero conmigo el jefe del servicio no había podido hablar en absoluto, ni conversar conmigo siquiera una sola vez, aunque no habían faltado intentos por mi parte, desde el instante en que fui capaz de esa conversación que deseaba. Había tenido ininterrumpidamente deseos de hablar con mis médicos, pero, sin excepción, jamás habían hablado conmigo, no habían mantenido conmigo la más mínima conversación. Mi naturaleza seguía exigiendo explicaciones, mejor aún, aclaraciones  y, sobre todo en lo que se refiere a mis médicos, hubiera agradecido sus explicaciones y aclaraciones. Sin embargo, no se podía hablar con los médicos. Ya de antemano, no se habían dejado arrastrar a la incomodidad de una conversación conmigo. Siempre había tenido la sensación de que tenían miedo de las explicaciones y aclaraciones. Y es efectivamente un hecho que los enfermos, que están en los hospitales a merced de los médicos, jamás llegan a tener contacto con los médicos, por no hablar de explicaciones y aclaraciones. Los médicos se parapetan, levantan la muralla, si no natural, sí artificial de la incertidumbre entre los pacientes y ellos. Los médicos están ininterrumpidamente atrincherados detrás de esa incertidumbre que levantan como muralla. Incluso operan con incertidumbre. Probablemente tienen conciencia de su propia incapacidad y, por consiguiente, impotencia, y saben que es el paciente quien tiene que tomar la iniciativa si quiere contener su estado morboso o volver a salir de su estado morboso. Son minoría los médicos que reconocen que no saben casi nada y que, igualmente, no pueden hacer casi nada. Los médicos que pasaban visita aquí, en la habitación de morir, jamás habían aclarado nada a sus pacientes y habían dejado a todos esos pacientes en la estacada. En sentido médico y en sentido moral. Su medicina era, como es natural, impotente, su moral les hubiera supuesto una contribución demasiado grande. Anoto aquí lo que pasaba por la cabeza del adolescente que yo era entonces, nada más. Es posible que más tarde las cosas aparecieran bajo otro aspecto; entonces no. Entonces yo tenía esos sentimientos, no los de hoy, entonces tenía esos pensamientos, no los de hoy, entonces tenía esa existencia, no la de hoy. Después de la visita, un proceso que sólo había requerido unos minutos, los pacientes, que durante la visita habían hecho al menos el intento de incorporarse en la cama, lo que sólo habían conseguido de la forma más torpe, se habían hundido otra vez en sus camas, y yo también. Me preguntaba cada vez, ¿qué he vuelto a vivir ahora, qué he vuelto a ver? Y la respuesta era siempre la misma: la torpeza y la estupidez de los médicos, que tienen una concepción de la medicina totalmente degradada, como negocio, y que en ningún instante se avergüenzan de ese hecho estremecedor. Al final de la visita, cuando habían llegado otra vez a la puerta, todos, también las hermanas, se volvían siempre una vez más y miraban a la cama que había frente a la puerta. En aquella cama estaba un posadero de Hofgastein, con todos los miembros, pero sobre todo las manos y los pies, deformados por un reumatismo crónico, que al parecer llevaba ya más de un año en aquella cama y cuya muerte se esperaba de hora en hora desde hacía un año. Cada vez que el cuerpo médico y las hermanas habían llegado a la puerta al final de la visita, aquel posadero, muy incorporado en su cama sobre tres o cuatro almohadones, se daba unos golpecitos en la frente con el dedo índice de la mano derecha, con lo que el cuerpo médico y las hermanas soltaban regularmente una gran carcajada, que durante muchos días me resultó incomprensible, porque aún no conocía la causa. Cada vez, al final de su visita, tenían que reír la broma cruel del posadero. Cuando habían acabado de lanzar su carcajada, la visita había terminado. [...] La visita médica, el punto culminante de cada día, era al mismo tiempo siempre la mayor decepción. Poco después llegaba el almuerzo. Las hermanas sólo tenían que repartir tres o cuatro raciones porque sólo tres o cuatro pacientes estaban en condiciones de comerse el almuerzo, a los restantes se los despachaba con té caliente o con zumo de frutas caliente. Un hombre que, en los primeros días después de mi estado de inconsciencia me había parecido gordo y pesado, a quien no había oído jamás decir una palabra y que, entretanto, como todos los demás, se había quedado en los huesos, había recibido siempre únicamente un gran cuenco lleno de manzanas para comer, y todavía recuerdo muy bien cómo aquel hombre, casi sin moverse, se comía cada vez poco a poco todas las manzanas del cuenco de fruta, para poder orinar.»
 

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