martes, 10 de octubre de 2017

"El cortesano".- Baltasar de Castiglione (1478-1529)


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Segundo libro
Prólogo

«Maravillado me he muchas veces considerando de dónde proceda un error, el cual, por verse comúnmente en los viejos, podemos bien decir que les es propio y natural; y es que casi todos ellos alaban los tiempos pasados y reprehenden los presentes vituperando nuestros hechos y costumbres y todo lo que ellos en su mocedad no hacían; y verdaderamente parece maravilla y una cosa muy fuera de razón que la edad ya madura, la cual con la larga esperiencia suele hacer en las otras cosas perfetos los juicios de los hombres, en sola ésta los estrague  y dañe tanto que no entiendan que, si el mundo empeorara siempre y fueran los hijos generalmente peores que los padres, mucho ha ya que hubiéramos llegado al cabo del mal y no tuviéramos adonde pasar más adelante. Pero vemos que no solamente en nuestros días, mas en los pasados, reinó siempre esta dolencia en los viejos, según claramente se puede alcanzar por lo que los autores más antiguos han escrito, en especial los cómicos, los cuales más naturalmente que los otros  pintan la imagen de nuestra vida. La causa de esta falsa opinión pienso que sea porque los años, huyendo, se llevan tras sí muchos de nuestros bienes, y entre los otros nos quitan de la sangre gran parte de los espíritus vitales, y así nuestra complisión se muda y el órgano se enflaquece, por el cual obran las potencias de nuestra alma; por eso en la edad ya vieja, como en el otoño vemos caer de los árboles las hojas, así de nuestros corazones caen las flores del contentamiento, y en lugar de los serenos y claros pensamientos entra la numblosa y turbia tristeza acompañada de mil malas venturas, de manera que el cuerpo y el alma entrambos juntamente están enfermos y de los pasados placeres ninguna otra cosa nos queda sino una memoria muy honda y una imagen de aquel dulce tiempo de nuestra mocedad, la cual, cada vez que se nos representa, nos hace parecer que el cielo y la tierra y todas las otras cosas hacen fiesta y se andan riendo al derredor de nuestros ojos y entonces se nos antoja que en nuestro pensamiento, como en un deleitoso jardín, florece la primavera de la alegría. Por cierto sería muy mejor, cuando vemos ya declinar los días y sentimos que nuestros placeres con la edad se acaban, pues los perdemos, perder también dellos la memoria, y hallar, como decía Temístocles, una arte para olvidar. Porque tan engañosos son los sentidos de nuestro cuerpo, que suelen muchas veces engañar el juicio de nuestra alma; y así los viejos me parecen como los que partiéndose de algún puerto, si miran la tierra, se les antoja que se mueve, y que es ella la que se parte y ellos los que se quedan; siendo muy al revés, que el puerto, que es el tiempo y los placeres, está siempre quedo en su estado, y nosotros con la nave, que es nuestra vida mortal, huyendo corremos los unos tras los otros, pasando de una en cien mil tormentas por aquel bravo mar que toda cosa traga y consume, y nunca nos es posible tomar tierra, antes combatidos de mil vientos contrarios, al cabo damos al través, donde quedamos perdidos para siempre.
 Así que el corazón de los viejos, por ser un sujeto desproporcionado a muchos placeres, no puede bien gustallos, y acontéceles a éstos como a los que padecen calentura, los cuales tienen el gusto tan dañado, que cualquier vino, por bueno que sea, les amarga; así ellos por su indisposición, aunque a ratos también tengan sus deseos, no hallan sabor en los placeres, antes los tienen por fríos y por muy diferentes de aquellos que se acuerdan en su tiempo haber gustado, aunque en la verdad sean los mismos. Por esto, hallándose dellos desposeídos, se duelen reciamente y condenan los tiempos presentes, no considerando que la mudanza que ellos sienten no viene del tiempo, sino de sí mismos, y, por otra parte, acordándose de los deleites pasados, se acuerdan también del tiempo en que los sintieron, y así le alaban y le sospiran diciendo que aquél era bueno, porque todavía le hallan un cierto olor de aquello que en él sentían cuando era presente.
 Esto no puede ser menos, pues nuestros corazones naturalmente se aborrecen con todas las cosas que fueron en algunos días compañeras de nuestros enojos, y aman las que hicieron compañía a nuestros  placeres. Y así acaece que un hombre enamorado huelga de ver la ventana donde alguna vez vio a su amiga, aunque la vea cerrada; y todos generalmente holgamos con una sortija, con una carta y, en fin, con toda cosa que en algún tiempo nos haya traído mucha alegría; asimismo nos alegramos con un huerto o con otro lugar cualquiera que sea donde hayamos recibido algún placer muy grande; y, por el contrario, nos entristecemos con un aposiento, por bueno que nos parezca, si hemos estado alguna vez en él presos, o padecido algún trabajo o enojo recio, y he conocido yo hartos hombres que en ninguna manera bebieran en vaso que se pareciese a otro en que hubiesen tomado algún xarabe siendo enfermos; porque así como aquella ventana o sortija o carta al uno representa una memoria que mucho le deleita, acordándose que cualquiera destas cosas fue casi como una parte de sus placeres, así al otro el aposiento o el vaso parece que le traiga juntamente con la memoria la prisión o la enfermedad.
 Esta causa creo yo que haga a los viejos decir bien del tiempo pasado y mal del presente, y por eso se quexan y hablan mil sinrazones de todo lo del mundo, en especial de las cortes de los príncipes, y andan diciendo que las que ellos vieron en su tiempo fueron sin comparación mejores y más llenas de singulares nombres, y que no se puede creer la ventaja que llevaban a éstas que agora se ven. Y todas las veces que se ofrece a hablar sobre esto, comienzan a poner en el cielo con grandes exclamaciones los cortesanos del duque Philipo y también del duque Borso, y recitan dichos de Nicolo Picinino, y dicen con un gran hervor y con lástima que en aquellos tiempos  muy pocas veces se usaba matar hombres y que no había peleas ni asechanzas ni engaños, sino que todo era bondad y fe y amor y paz con todos, y que entonces solamente valían las buenas costumbres y la honestidad, y que los cortesanos no eran más que unos religiosos, y que guay de aquel que hubiese dicho entonces una mala palabra a otro, o hecho un gesto o un ademán poco honesto a una mujer. Afirman más, que agora todo es al revés desto, y que ya en los cortesanos no se halla aquella caridad o amor fraternal, que este término usan ellos, o aquel vivir medido de aquellos tiempos, y que en las cortes de los reyes ya no hay sino invidias y enemistades y malas crianzas y una muy suelta vida en todo linaje de vicios; las mujeres, desenvueltas deshonestamente y desvergonzadas; los hombres, regalados y enternecidos, caídos y enflaquecidos todos en cosas mujeriles. Condenan también los vestidos por deshonestos y demasiadamente blandos; en fin, reprehenden infinitas cosas, muchas de las cuales merecen por cierto reprehensión, porque realmente no se puede negar que entre nosotros no haya muchos bellacos y malos hombres, y que estos nuestros tiempos no sean harto más llenos de vicios y maldades que aquellos suyos.»
 

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