viernes, 13 de octubre de 2017

"Ensayos".- Luigi Pirandello (1867-1936)


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Esencia, caracteres y materia del humorismo
 Escritos sobre teatro: sobre si la película hablada abolirá el teatro

«El que me haya oído hablar de las experiencias de mis numerosos viajes sabe con cuánta admiración he hablado de América, y con cuánta simpatía, de los americanos.
 Lo que más me interesa de América es el nacimiento de nuevas formas de vida. La vida, presionada por necesidades naturales y sociales, busca y encuentra allí estas nuevas formas. Verlas nacer es un goce incomparable para el espíritu.
 En Europa, la vida siguen haciéndola los muertos, aplastando la de los vivos con el peso de la historia, de las tradiciones y de las costumbres. La consistencia de las viejas formas obstaculiza, impide y detiene todo movimiento vital.
 En América, la vida es de los vivos.
 Lo que ocurre es que la vida que, por un lado, necesita moverse siempre, por otro tiene también necesidad de consistir en algo. Son dos necesidades que, por ser opuestas entre sí, no consienten a la vida ni un perpetuo movimiento ni una eterna consistencia. Pensad que si la vida se moviera siempre, no consistiría nunca; y que si consistiera siempre, no se movería más.
 La vida, en Europa, adolece de la excesiva consistencia de sus viejas formas; y, acaso, en América adolece del excesivo movimiento, sin formas duraderas y consistentes.
 De modo que a un señor americano que ante mí se envanecía: "No tenemos un pasado; estamos todos lanzados hacia el porvenir", yo pude responderle inmediatamente: "Se ve muy bien, estimado señor, que todos ustedes tienen una gran prisa por hacerse un pasado."
 Las formas, mientras siguen estando vivas, es decir, mientras perdura en ellas el movimiento vital, son una conquista del espíritu. Abatirlas vivas, por el gusto de sustituirlas por otras formas nuevas, es un delito, es suprimir una expresión del espíritu. Algunas formas originarias y casi naturales, con las que el espíritu se expresa, son insuprimibles porque la vida misma se expresa ya naturalmente con ellas; y, por tanto, es imposible que nunca envejezcan ni que sean sustituidas sin matar a la vida en una expresión suya natural.
 Una de estas formas es el teatro.
 Mi amigo Jevrejnof, autor de una comedia y a quien los americanos han aplaudido también mucho, llega, incluso, a decir, y a demostrar en un libro, que todo el mundo es teatro y que no sólo todos los hombres interpretan el papel que ellos mismos se han asignado en la vida o que los demás les han asignado, sino que todos los animales interpretan y también las plantas y, en resumen, toda la naturaleza.
 Tal vez pueda no llegarse a tanto. Pero que el teatro, antes de ser una forma tradicional de la literatura, es una expresión natural de la vida, sobre esto no hay duda alguna.
 Pues bien, en estos días de gran infatuación universal por la película hablada, yo he oído decir esta herejía: que la película hablada abolirá el teatro; que dentro de dos o tres años ya no habrá más teatro; que todos los teatros, tanto líricos como de verso, estarán cerrados porque todo será cinematografía, película hablada o película sonora.
 Una cosa semejante, dicha por un americano, con aquel tono que es natural a los americanos, de alegre arrogancia, aun cuando parezca (como es) una herejía, se escucha con simpatía, porque en los americanos es genuino el orgullo de la enormidad. Este orgullo tiene la gracia especial del elefante, cuyos ojillos ríen mientras menea alegremente la trompa, que ¡ay de vosotros si os coge! Pero repetida, como yo la he oído repetir, por un europeo, una cosa tan enorme y bestial pierde toda gracia genuina y se convierte en estúpida y torpe. Los ojillos diabólicamente agudos del elefante ya no sonríen: tenéis delante dos ojos velados por el cansancio, a los que la enormidad no da el brillo del orgullo, sino la dilatación del espanto; y aquella broma, poderosa y amenazadora, de la trompa, se transmuta en el ridículo meneo de una cola de asno que se quiere espantar las moscas; es decir, los fastidios y las preocupaciones de un nuevo y doloroso esfuerzo.
 Porque, verdaderamente, los señores mercaderes de la industria cinematográfica europea están preocupadísimos y asustadísimos ante ese diablo de invención de la máquina que habla, y como viejos peces que durante mucho tiempo han movido las aletas y la cola en el agua estancada de un silencioso pantano, se dejan pescar con el anzuelo, tal como se han quedado, indefensos, con la boca abierta.
 El teatro, mientras tanto, igual el lírico que el de verso, puede estar tranquilo y seguro de que no será abolido, por la simple razón de que no es él, el teatro, el que quiere convertirse en cinematografía, sino ella, la cinematografía, la que quiere convertirse en teatro; y la máxima victoria a que podrá aspirar, al ponerse más que nunca en el camino del teatro, será la de convertirse en una copia fotográfica y mecánica del mismo, más o menos mala, la cual, naturalmente, como toda copia, provocará el deseo del original.
 El error fundamental de la cinematografía ha sido, desde un principio, ponerse en un camino falso, en un camino impropio de ella, el de la literatura (narración o drama). En este camino se ha encontrado forzosamente en una doble imposibilidad, a saber:
 1) en la imposibilidad de sustituir la palabra;
 2) en la imposibilidad de prescindir de ella.
 Y con este doble daño:
 1) un daño para sí misma, al no encontrar una expresión suya propia libre de la palabra (expresada o sobrentendida);
 2) un daño para la literatura, la cual, reducida únicamente a la visión, se encuentra, forzosamente, con todos sus valores espirituales disminuidos, los cuales, para ser expresados totalmente, necesitan aquel medio complejo y más expresivo que les es propio, o sea, la palabra.»
 
 

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