lunes, 16 de octubre de 2017

"Menina y moza (o Saudades)" .- Bernardim Ribeiro (1482-1552)


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XXXVI

«Cerca de un río grande, del que dicen que nace en las Manchas de Aragón, nací yo en un castillo que de todas partes a su alrededor desde donde se ve, que es muy lejos, parece estando señor de cuanto ve. Fui criada con otras hermanas mías en esperanzas grandes para las que sólo ellas eran criadas. Y de todas, siendo yo la más pequeña y no menos hermosa, fui escogida para servir a Diana, diosa de la castidad, entre estas altas sierras donde ella honradamente es custodiada por ninfas. Mas en aquello que se hace contra la voluntad de quien lo hace parece que se ofende a algún dios, porque después siempre surgen complicaciones  que impiden alcanzar el fin debido.
 Así me aconteció a mí, que andando un día de caza por entre estas breñas, acerté por acaso a encontrarme con un caballero que por aquí andaba también disfrazado con trajes de cazador, y por mi causa, según él engañosamente me hizo creer entonces. Y como yo diese con él súbitamente, quise volver el paso atrás huyendo y así, en verdad, lo empecé a hacer. Mas él, que corría más que yo, lanzándose enseguida detrás de mí, me alcanzó no muy lejos de aquí donde ahora estamos. Y pronunciando palabras de amor, me contuvo con lisonjeos y mimos diciéndome: "Yo no soy por ventura quien vos, señora, creéis." Y mezclando estas palabras con unas grandes lágrimas que dejaba caer por su bien plantada barba abajo, me contó quién era y cómo se llamaba y cómo hacía mucho tiempo que andaba por aquí convertido en cazador esperando sólo poder volver a verme, haciéndome creer que ya me había visto en otra parte y que desde entonces hasta ese momento nunca más me pudo borrar de su memoria. Y así me dijo engañosamente estas engañosas palabras que aunque yo fuera fea, no se las hubiera podido dejar de creer entonces como, triste de mí, se las creí.
 En fin, ¿qué os he de decir? Yo era feliz con todo en lo que él mostraba su agrado. Y en aquel amor pasamos ambos cuatro años enteros que entonces nos parecían a nosotros días. Y, ahora, al final de éstos y al comienzo de mi desventura, otra ninfa de estos bosques le vino, parece, a parecer bien y a escondidas de mí se buscaban uno al otro. Mas yo, nunca segura, recelosa, enseguida presentí los engaños, pues, ¿quién puede engañar a una persona enamorada? Y, para herirme aún más, también yo, ingeniosa en mi dolor, tantos medios busqué que un día, volviendo de la caza y poniéndome a la mesa bien acompañada y satisfecha de los cuidados que él me hacía pasar, me vinieron a mostrar ante estos tristes ojos míos unas pruebas de amor que por mi causa le fueron mañosamente hurtadas a ella. Y, no pudiéndome contener, como fiera que, viniendo cansada de lejanas tierras con el sustento de sus pequeños hijos, se encuentra con que se los han llevado, suelta la presa de la boca y, olvidando todo el cansancio, corre ora por unos, ora por otros montes, así hice yo. ¡Testigos verdaderos me sean todos estos bosques!
 No cesé hasta que lo fui a hallar a la sombra de esta alta arboleda en que decía que estaba descansando del calor que hacía entonces y del desánimo que sentía por no haber visto caza aquel día. Pero no era cierto porque, cuando yo venía, había visto pasar apresuradamente por un otero a aquella que sólo por mi mal vino aquí y, si no me equivoco, no se iba de otra parte. Y por eso y por todo lo demás, llevando las manos airadamente a mis cabellos, cubría con ellos todo este suelo como podéis ver. Y al quererme él socorrer con palabras falsas y lisonjeras y abrazándome lo eché lejos de mí contándole todo por lo menudo y pidiendo a Dios venganza para él y para sus engaños y, por último, volví mis propias manos contra mí, como si así (¡triste de mí!) me vengase de él de alguna manera.
 Entonces él sacó de su seno una red de caza que yo le había hecho con mis propias manos en otros tiempos cuando con la tela me consolaba durante las horas que no lo podía ver. Y, extendiéndola, me mostró las letras que en ella estaban artificiosamente hechas por mí y, mirándolas yo, no sé cómo, quedé atada con mis propias manos. Él me negó muchas veces que fuese cierto lo que yo le había dicho y me lo aseguraba con grandes juramentos. Mas no creyéndolo yo, volvió él muchas más a pedírmelo por su vida y por la mía, y después, por último, cuando vio que no había manera alguna de que yo lo creyera, tomando a Dios por testigo, se volvió a esa parte donde nace el sol diciendo estas únicas palabras: "Pues no me queréis creer cuando os pesaría, yo haré que me creáis cuando no os pueda dejar de pesar." Y así se volvió del todo y se fue.
 A mí el alma me invitó a irme enseguida tras él, mas la ira tenía entonces mayor poder sobre mí que el juicio y, así, no fui ni le dije que me desatase: se diera cuenta o no de ello, basta con que ya no volvió. Quisiera gritar entonces para que alguien me socorriese, mas la vergüenza de que me vieran así, las manos atadas con mis propias manos, me impidió hacerlo hasta ahora, en que la noche y la debilidad de todos mis sentidos (en los que veía síntomas seguros de no resistir mucho con vida) me hacían dar gritos. Y parece que quiso la ventura que fuese para que vos me oyerais.
 Aquí veis contado en tan corto espacio todo mi contento, que lo que está por pasar no puede ser sino triste, porque quien así me pudo dejar, ya me había dejado por otra persona... El ofrecimiento que he aceptado de vos no es para que me venguéis de él, pues no le quise tan poco que le pueda querer siquiera este pequeño mal, sino para que me venguéis de ella.»
 

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