sábado, 7 de octubre de 2017

"Una pena en observación".- Clive Staples Lewis (1898-1963)


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Cuatro

 «¿No me estaré arrimando servilmente a Dios por creer que si hay algún camino que lleva a H., este camino pasa por Él? Pero, por otra parte, sé perfectamente que a Él no se le puede utilizar como camino. Si te acercas a Él no tomándolo como meta sino como camino, no como fin sino como medio, no te estás acercando para nada a Él. Esto era lo que en el fondo fallaba en todas las pinturas populares que representaban las felices reuniones en el más allá. No me refiero a las candorosas y concretas imágenes en sí, sino al hecho de que conviertan en Final lo que solamente puede ser un subproducto del verdadero Final.
 ¿Son éstas, Señor, tus verdaderas condiciones? ¿Puedo encontrarme con H. sólo si te llego a amar tanto que ya deje de importarme encontrarme con ella o no? Ponte, Señor, en nuestro caso. ¿Qué pensaría la gente de mí si les dijera a los niños: "Nada de caramelos ahora. Pero cuando seáis mayores y ya no los queráis, tendréis todos los que os dé la gana"?
 Si supiera que el estar separado siempre de H. y olvidado por ella eternamente pudiera añadir mayor alegría y esplendor a su ser, por supuesto que diría: "¡Adelante!" Igual que aquí, en la tierra, si hubiera podido curar su cáncer a costa de no volverla a ver, me las habría arreglado para no volver a verla. Lo tendría que haber hecho. Cualquier persona decente lo habría hecho. Pero eso es algo completamente diferente. Ésa no es la situación en que me encuentro.
 Cuando le planteo estos dilemas a Dios, no hallo contestación. Aunque más bien es una forma especial de decir: "No hay contestación". No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza no a manera de rechazo sino esquivando la cuestión. Como diciendo: "Cállate, hijo, que no entiendes."
 ¿Puede un mortal hacerle a Dios preguntas que para Él no tengan respuesta? Fácil que sea así, creo yo. Todas las preguntas disparatadas carecen de respuesta. ¿Cuántas horas hay en una milla? ¿El amarillo es cuadrado o redondo? Lo más probable es que la mitad de las cuestiones que planteamos, la mitad de nuestros problemas teológicos y metafísicos sean algo por el estilo.
 Y ahora que lo pienso, no se me presenta ningún problema de tipo práctico. Conozco los mandamientos fundamentales y lo mejor que puedo hacer es atenerme a ellos. De hecho, la muerte de H. ha clausurado todo problema práctico. Antes de morir ella, yo, en la práctica, podía haberla antepuesto a Dios. Es decir podría haber hecho lo que ella quería en vez de lo que quería Él. Eso caso de que hubiera surgido algún conflicto. Lo que ha quedado no es un problema relacionado con nada que dependa de mí. Se trata de sopesar sentimientos, motivaciones y cosas de ese tipo. Es un problema que me estoy planteando a mí mismo. No creo para nada que sea Dios quien me lo plantea.
 Gozar de la presencia de Dios. Re-unirse con los muertos. Ninguna de estas dos cosas pueden aparecer en mi pensamiento más que como meros enunciados. Cheques en blanco. Mi idea (si así puede llamársele) del goce divino es una inmensa y arriesgada extrapolación de muy breves y contadas experiencias terrenales. Probablemente no tan valiosas como yo me figuro. Incluso tal vez más insignificantes que otras que ni siquiera he tomado en cuenta. Mi idea de la re-unión con los muertos es también una extrapolación. La realidad tanto de una como de otra -el cobro de uno u otro cheque- haría añicos cualquier noción que uno pudiera tener acerca de ambas, e incluso, más todavía, acerca de la relación existente entre ellas.
 De una parte, tenemos la unión mística. De otra, la resurrección de la carne. No puedo llegar ni a la sombra de una imagen, de una fórmula, y ni siquiera de un sentimiento capaz de combinarlas a las dos. Pero la realidad que nos ha sido dada para que la entendamos, ésa sí las combina. Una vez más la realidad es iconoclasta. El cielo resolverá nuestros problemas, pero no creo que lo haga a base de mostrarnos sutiles reconciliaciones entre todas nuestras ideas aparentemente contradictorias. No quedará piedra sobre piedra de ninguna de nuestras nociones. Nos daremos cuenta de que no existió nunca ningún problema.
 Y más de una vez tendremos aquella impresión que no logro describir más que como una risa sofocada en la oscuridad. La sensación de que una simplicidad apabullante y desintegradora es la verdadera respuesta.
 Se cree a veces que los muertos nos están mirando. Y pensamos, con razón o sin ella, que, si nos miran, lo harán con mucha mayor claridad que antes. ¿Se dará cuenta ahora H. de cuánto espumarajo y oropel había en lo que tanto ella como llamábamos "mi amor"? Así sea. Mírame sin piedad, querida. Ni aunque pudiera hacerlo me escondería. No solíamos idealizarnos uno a otro. No teníamos secretos uno para el otro. Conocías de sobra mis rincones más putrefactos. Si ahora descubres algo aún peor, soy capaz de soportarlo. Y tú también. Rebate, explícate, búrlate de mí, perdóname. Porque éste es uno de los milagros del amor; que consigue dar a la pareja -pero quizá más aún a la mujer- el poder de penetrar en sus propios engaños, y a pesar de todo no vivir desengañada.
 Tener una visión un poco parecida a la de Dios. El amor de Dios y su sabiduría no se diferencian entre sí ni de Él mismo. Casi podríamos decir que ve porque ama, y por lo tanto que ama, a pesar de que ve.
 A veces, Señor, se ve uno tentado a decir que si hubierais querido que nuestro comportamiento fuera como el de los lirios del campo, nos habríais dado una organización más parecida a la de ellos. Pero supongo que esto es simplemente vuestro gran experimento. O no; quizá no sé aún si experimento, ya que no tenéis necesidad de confirmar nada. Mejor sería decir que es vuestro gran proyecto: crear un organismo que sea espíritu al mismo tiempo; crear esa formidable paradoja que es el "animal espiritual". Coger a un pobre primate, una bestia con los nervios a flor de piel, una criatura cuyo estómago pide ser saciado, un animal reproductor que necesita a su pareja, y decirle: "Venga, y ahora conviértete en un dios."
 Dije en uno de mis cuadernos anteriores que, incluso si llegase a algo parecido, a una garantía de la presencia de H., no le daría crédito. Es muy fácil de decir. Incluso ni siquiera ahora me atrevo a manejar ninguna prueba de este tipo como evidencia. Ésa era la calidad de la experiencia de anoche. Lo que hace que la experiencia de anoche merezca ser registrada es su calidad, no por lo que prueba sino por lo que fue en sí misma. Estuvo en realidad sorprendentemente exenta de emoción. No fue más que la impresión de que su intelecto se enfrentaba momentáneamente con el mío. El intelecto, no el alma, tal y como solemos concebir el alma.»
 

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