martes, 14 de noviembre de 2017

"Jerusalén liberada".- Torquato Tasso (1544-1595)


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Canto primero

«Canto los piadosos combates, y el guerrero que libertó el sepulcro de Jesucristo. Numerosas hazañas señalaron su prudencia y su valor, y trabajos sin número probaron su paciencia en aquella gloriosa conquista. En vano se armó el infierno contra él; en vano se armaron para combatirle los pueblos reunidos del Asia y del África. El ciclo protegió sus esfuerzos, y recondujo bajo los santos estandartes a sus compañeros errantes.
  ¡Oh musa! ¡Tú que no ciñes tu frente con un laurel perecedero cogido sobre el Helicón; tú, que habitas en el Olimpo en medio de coros celestes; tú, cuyas sienes están coronadas de estrellas inmortales: ¡oh musa! enciende en mi corazón un fuego divino, inflama mi canto, y perdona si adorno la verdad con flores, y si derramo sobre mis versos otros encantos que los tuyos!
  Tú sabes que el hombre corre a embriagarse con las ficciones del Parnaso; tú sabes que la verdad, adornada con las gracias de la poesía, arrastra y subyuga a los mas rebeldes corazones. Así presentamos a un niño enfermo el borde de un vaso bañado con algún dulce licor; dichosamente engañado bebe los zumos amargos, y debe la vida a su error.
  ¡Oh magnánimo Alfonso, o mi asilo y mi puerto! Tú que salvaste de las injurias de la fortuna y de los escollos de un mar embravecido mi barca errante y casi destrozada, dígnate acoger mis versos, que en medio de la tempestad hice voto de consagrarte. Tal vez llegará un día en que mi musa, que presagia tu destino, se atreverá a cantar tus hazañas, y cantándolas no hará más que repetir las que ahora voy a exponerte.
  Sí; si algún día se reúnen los cristianos con los lazos de la paz: si algún día se arman para arrancar por segunda vez al fiero musulmán la gloriosa presa que arrebató su injusticia, tú serás quien mandará sus ejércitos y guiará sus estandartes. Émulo de Godofredo, dígnate escuchar mis cantos, y prepárate al combate.
  Ya el Sol había recorrido cinco veces su oblicua carrera después que el ardor de un santo celo condujo a los cristianos al Oriente. Nicea había cedido a su audacia: la poderosa Antioquía, sorprendida por su astucia, se había defendido por su valor contra todas las fuerzas reunidas de la Persia. Dueños de Tortosa, el invierno suspendía sus esfuerzos, y esperaban la vuelta de la primavera.
  Ya la estación que encadena la actividad del guerrero tocaba a su fin, cuando de lo alto de su trono, de aquel trono que se levanta sobre las esferas celestes cuanto éstas sobre el centro de los abismos, el Eterno bajó su frente hacia la tierra: en un instante una sola de sus miradas abraza el universo y todos los seres que encierra.
  Todo está presente a sus ojos, pero estos se fijan con preferencia sobre la Siria y sobre los príncipes cristianos. Con aquel golpe de vista que penetra los corazones y descubre hasta el seno más escondido, ve a Godofredo inflamado de un celo puro. Este guerrero lleno de fe ardía por libertar a Solima del yugo del impío. La gloria, los imperios, las riquezas, todo es vil a sus ojos.
  El ambicioso Baldovino no aspira más que a las grandezas humanas, único blanco de sus afanes. Tancredo, poseído de un amor funesto que le agita y le devora, desprecia la vida. Boemundo fija en Antioquía los cimientos de su nuevo imperio; establece leyes, crea las artes y da a sus vasallos virtudes y un culto puro. Profundamente absorto en estos designios, parece no conocer otra gloria ni otras hazañas.
  El alma impetuosa de Reinaldo arde por la guerra, y se indigna contra el reposo. No son los tesoros ni un imperio lo que lisonjea sus deseos; no apetece mas que el honor; pero este apetito es inmoderado. Su oído atento se embriaga con las relaciones de Güelfo su tío; y su corazón se inflama al esplendor de las proezas que oye referir.
  Después de haber sondeado el alma de estos guerreros, el Rey del mundo llama a Gabriel, que ocupa el segundo lugar entre los ministros de sus Voluntades. Gabriel, intérprete fiel entre Dios y los justos, mensajero siempre agradable, lleva a la tierra los decretos del cielo, y conduce al cielo los votos y los ruegos de los mortales.
  Busca a Godofredo: dile de mi parte: “¿A qué tanta inacción? ¿Por qué Solima oprimida espera aún a sus libertadores? Que reúna los jefes y disipe su lentitud. Él será su general y su guía. Yo le elijo, y ellos le elegirán: y aunque hoy sean sus iguales, bien pronto serán los ejecutores de sus órdenes”.
 Dios dijo, y el fiel Gabriel revistió con una forma aérea su invisible sustancia. Tomó figura humana, pero una majestad celeste brillaba en sus miradas. Su edad era la que separa la juventud de la infancia, y mil rayos luminosos adornaban su rubia cabellera.
  Unas alas ágiles, infatigables, estaban prendidas a su espalda: su fondo era como el arminio, y sus extremidades como el oro. Con su ayuda penetra los aires y las nubes, y se extiende sobre la tierra y sobre los mares. Ya había traspasado las celestes barreras y los límites del mundo, y sus misteriosas alas suspendieron un momento su vuelo sobre la cumbre del Líbano. En fin, se precipita hacia las llanuras de Tortosa.
  El Sol entreabría entonces las puertas del Oriente: la mitad de su disco parecía aun sumergido en el abismo de las aguas, y Godofredo ofrecía a Dios su homenaje acostumbrado, cuando adelantándose a par del Sol, pero más brillante que él, se presentó a su vista.
  «¡Godofredo: he aquí la estación de los combates! ¿Por qué difieres libertar a Solima? Reúne a los jefes del ejército: afea su pereza. Dios te ha escogido para mandarles, y ellos te obedecerán. Dios es quien me envía, y es su voluntad la que yo te revelo. ¡Qué confianza no debe inspirarte! ¡Qué celo no debe inflamar tu alma y comunicarse a tu ejército!” Dijo, y ya estaba en el cielo. A tal discurso, a tanto esplendor, Godofredo, deslumbrada su vista, se quedó atónito y aterrado.
  Pero en fin, recobrado de su espanto piensa en las órdenes que ha recibido, en el Ser Eterno que se las ha dado, y en el ministro que se las ha comunicado. Su celo se reanima más y más, y arde por terminar la empresa que el cielo le confía. No es el orgullo de un vano título el que inflama su valor: su voluntad se enciende con la voluntad del Altísimo, como una chispa que parte de un grande incendio.
  Llama a sus compañeros esparcidos; las cartas, los correos vuelan por todos lados. La súplica precede siempre al consejo. Halla en su alma todo lo que puede excitar y conmover  a un alma generosa, todo lo que puede despertar al valor adormecido: y los resortes poderosos que emplea arrastran y seducen a todos los corazones.
  Los jefes acuden, y los subalternos les siguen. Sólo Boemundo se queda en sus estados. Una parte ocupa las murallas de Tortosa, la otra campa en las llanuras que la rodean. En fin, el día señalado todos los guerreros se reúnen y forman un consejo augusto y solemne. Godofredo está en medio de ellos: la majestad resplandece sobre su frente, y una noble elocuencia brilla en todos sus discursos.
 «¡Guerreros armados para vengar la causa del cielo: vosotros, a quienes Dios ha escogido para restablecer su culto y sus altares: vosotros, a quienes guió su brazo en medio de las armas, y al través de los peligros de la tierra y de los escollos del mar; vosotros, que habéis sometido a su ley tantas provincias rebeldes; vosotros, que entre las naciones vencidas y domadas habéis desplegado sus estandartes victoriosos y hecho triunfar su nombre!
  No es sin duda el amor de una vana nombradía el que nos ha hecho abandonar a nuestras esposas, a nuestros hijos, a nuestra patria misma: no es para mandar a pueblos bárbaros para lo que hemos arrostrado los peligros de una mar infiel, y los azares de una guerra lejana: una gloria tan común, conquistas tan viles no son el precio de la sangre que hemos derramado.
  Enarbolar nuestros estandartes sobre las murallas de la Ciudad Santa; arrancar a tantos cristianos del yugo de una servidumbre que les envilece y les oprime; fundar en la Palestina un nuevo reino; dar a la piedad un asilo seguro; romper la barrera que cerraba a sus preces y a sus votos el acceso al santo Sepulcro; tales fueron los objetos de nuestra ilustre empresa.
  Hemos arrostrado mil peligros, hemos sostenido trabajos rigorosos, pero habríamos hecho muy poco para nuestra gloria, y nada para nuestros designios, si el esfuerzo de nuestras armas se parase aquí, o se dirigiese a otra parte.
  ¿De qué nos serviría haber arrastrado toda la Europa hasta el fondo del Asia, haber llevado la llama y el hierro a estos vastos países, si el término de tantos movimientos es destruir imperios y no levantar otros?
  No levanta imperios el que quiere establecerlos sobre fundamentos terrestres. Rodeado de extranjeros, de infieles, de paganos: en medio de griegos envidiosos y pérfidos; lejos de los socorros del Occidente, verá desplomarse su frágil edificio, y confundido bajo sus ruinas no habrá hecho más que preparar su sepulcro.
  Los turcos vencidos, los persas ya deshechos, Antioquía sometida: ¡nombres famosos, nobles y brillantes hazañas! Pero no son nuestras: fueron un don del Cielo y obra de su poder. Si sus gracias no sirven en nuestras manos sino de instrumentos de inobediencia; si no nos servimos de ellas más que para combatir sus designios, temo que las retire de nosotros, y que el estrepitoso brillo de nuestras victorias sea la fábula de las naciones.
 Lejos ¡ah! de nosotros un uso tan culpable del favor celeste. Marchemos con un paso siempre igual, y coronemos con un ilustre fin lo grande de nuestra empresa. Los pasos están libres, los caminos están abiertos, la estación favorece nuestros proyectos, corramos, volemos hacia los muros en donde el Cielo ha puesto el término de nuestras hazañas. ¿Qué nos detiene aún?
 Sí, príncipes, yo os lo anuncio, y mis presagios son infalibles. Tomo por testigo al universo, a los siglos venideros, a las potestades celestes que me oyen: el tiempo ha llegado, sí, y todo está pronto para el suceso de nuestras armas. Si tardamos aún, la ocasión se pierde y la victoria se desvanece. Ya veis al Egipto volar al socorro de la Palestina y triunfar de nuestra apatía."
 Dijo; y a su discurso sucede un suave murmullo.»
 

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