jueves, 16 de noviembre de 2017

"La peste".- Albert Camus (1913-1960)


Resultado de imagen de albert camus 
 3

«Esta era la evidencia. Claro que siempre podía uno esforzarse en no verla. Podía uno taparse los ojos y negarla, pero la evidencia tiene una fuerza terrible que acaba siempre por arrastrarlo todo. ¿Qué medio puede haber de rechazar los entierros el día en que los seres que amáis necesitan un entierro?
 Pues bien, lo que caracterizaba al principio nuestras ceremonias ¡era la rapidez! Todas las formalidades se habían simplificado y en general las pompas fúnebres se habían suprimido. Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momento. Se avisaba a la familia, por supuesto, pero, en la mayoría de los casos, ésta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si había tenido con ella al enfermo. En el caso en que la familia no hubiera estado antes con el muerto, se presentaba a la hora indicada, que era la de la partida para el cementerio, después de haber lavado el cuerpo y haberlo puesto en el féretro.
 Supongamos que esta formalidad se llevaba a cabo en el hospital donde trabajaba el doctor Rieux. La escuela tenía una salida por detrás del cuerpo principal del edificio. Una gran pieza que daba sobre el corredor estaba llena de féretros. En el corredor mismo, la familia encontraba un solo féretro ya cerrado. En seguida se pasaba a lo más importante, es decir, se hacía firmar ciertos papeles al cabeza de familia. Se cargaba inmediatamente el cuerpo en un coche automóvil que era o bien un verdadero furgón o bien una ambulancia transformada. Los parientes subían en uno de los taxis todavía autorizados y a toda velocidad los coches volaban al cementerio por calles poco céntricas. A la puerta, los guardias detenían el convoy, ponían un sello en el pase oficial, sin el cual era imposible obtener lo que nuestros conciudadanos llamaban una última morada, se apartaban y los coches iban a colocarse detrás de un terreno cuadrado donde múltiples fosas esperaban ser colmadas. Un cura recibía el cuerpo, pues los servicios fúnebres habían sido suprimidos en la iglesia. Se sacaba el féretro entre rezos, se le ponían las cuerdas, se le arrastraba y se le hacía deslizar: daba contra el fondo, el cura agitaba el hisopo y la primera tierra retumbaba en la tapa. La ambulancia había ya partido para someterse a la desinfección y, mientras las paletadas de tierra iban sonando cada vez más sordamente, la familia se amontonaba en el taxi. Un cuarto de hora después estaban en su casa.
 Así, todo pasaba con el máximo de rapidez y el mínimo de peligro. Y, sin duda, por lo menos al principio, es evidente que el sentimiento natural de las familias quedaba lastimado. Pero, en tiempo de peste, esas son consideraciones que no es posible tener en cuenta: se había sacrificado todo a la eficacia. Por lo demás, si la moral de la población había sufrido al principio por estas prácticas, pues el deseo de ser enterrado decentemente está más extendido de lo que se cree, poco después, por suerte, el problema del abastecimiento empezó a ponerse difícil y el interés de los habitantes derivó hacia las preocupaciones inmediatas. Absorbidas por la necesidad de hacer colas, de efectuar gestiones y llenar formalidades si querían comer, las gentes ya no tuvieron tiempo de pensar en la forma en que morían los otros a su alrededor ni en la que morirían ellos un día. Así, esas dificultades materiales que parecían un mal se convirtieron en una ventaja. Y todo hubiera ido bien si la epidemia no se hubiera extendido como ya hemos visto.
 Llegó a suceder que los féretros fueron escasos, faltó tela para las mortajas y lugar en el cementerio. Hubo que reflexionar. Lo más simple, siempre por razones de eficacia, fue agrupar las ceremonias y, cuando era necesario, multiplicar los viajes entre el hospital y el cementerio. Así, en lo que concierne al servicio de Rieux, el hospital disponía en ese momento de cinco féretros; una vez llenos, la ambulancia los cargaba. En el cementerio, se vaciaban las cajas. Los cuerpos, color de herrumbre, eran cargados en angarillas y esperaban bajo un cobertizo, preparado con este fin. Los féretros se regaban con una solución antiséptica, se volvían a llevar al hospital y la operación recomenzaba tantas veces como era necesario. La organización era muy buena y el prefecto estaba satisfecho. Incluso le dijo a Rieux que aquello estaba mejor que las carretas de muertos conducidas por negros, tales como se describían en las crónicas de las antiguas pestes.
 -Sí -dijo Rieux-, el entierro es lo mismo, pero nosotros hacemos fichas. El progreso es incontestable.
 A pesar de ese éxito de la administración, el carácter desagradable que revestían las formalidades obligó a la prefectura a alejar a las familias de las ceremonias. Se toleraba únicamente que fueran a la puerta del cementerio y aun esto no era oficial. Pues en lo que concierne a la última ceremonia, las cosas habían cambiado un poco. Al fondo del cementerio, en un espacio vacío, cubierto de lentiscos, habían cavado dos inmensas fosas. Había una para los hombres y otra para las mujeres. Desde este punto de vista las autoridades respetaban el decoro y sólo más tarde, por la fuerza de los acontecimientos, este último pudor desapareció y se enterraron envueltos, los unos sobre los otros, hombres y mujeres, sin preocuparse de la decencia. Afortunadamente, esta confusión extrema alcanzó solamente los últimos momentos de la plaga. En el período que nos ocupa la separación de las fosas existía y la prefectura ponía en ello mucho empeño. En el fondo de cada una de ellas una gruesa capa de cal viva humeaba y hervía. Al borde del agujero, un montículo de la misma cal dejaba estallar en el aire sus burbujas. Cuando los viajes de la ambulancia terminaban, se llevaban todo el cortejo de las angarillas, se dejaban deslizar hasta el fondo, unos junto a otros, los cuerpos desnudos y más o menos retorcidos, se les cubría con cal viva, después con tierra, pero nada más que hasta cierta altura, reservándose un espacio para los que habían de llegar. Al día siguiente, los parientes eran invitados a firmar en un registro, lo que marcaba la diferencia que puede haber entre los hombres y, por ejemplo, los perros: la comprobación era siempre posible.
 Para todas estas operaciones hacía falta personal y siempre se estaba a punto de carecer de él. Muchos de los enfermeros y de los enterradores, al principio oficiales y después improvisados, murieron de la peste. Por muchas precauciones que se tomasen, el contagio llegaba un día. Pero, bien mirado, lo más asombroso es que no faltaron nunca hombres para esta faena durante todo el tiempo de la epidemia. El período crítico se sintió un poco antes que la peste hubiera alcanzado su momento culminante y las inquietudes del doctor Rieux eran fundadas. La mano de obra no era suficiente ni para los equipos ni para lo que se llamaba el trabajo grueso. Pero a partir del momento en que la peste se apoderó realmente de la ciudad, entonces su exceso mismo arrastró consecuencias muy cómodas, porque desorganizó toda la vida económica y produjo un gran número de desocupados. [...] A partir de ese momento se vio que la miseria era más fuerte que el miedo, tanto más cuanto que el trabajo estaba pagado en proporción al peligro.»

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: