martes, 12 de diciembre de 2017

Orígenes.- Amin Maalouf (1949)


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Combates
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«El año 1915 fue uno de los más calamitosos en la historia del Monte Líbano. Para empezar, estaba la Gran Guerra, en la que la Sublime Puerta había entrado ya desde noviembre de 1914 junto al Imperio alemán y el austro-húngaro, aventura de la que Enver y sus Jóvenes Turcos esperaban un milagroso renacimiento del Imperio otomano, pero que, en definitiva, como todo el mundo sabe, lo condujo a la desintegración.
 Al principio del conflicto, el teatro de las operaciones estaba alejado y el Monte Líbano no se vio directamente afectado. Todo el mundo conseguía apañárselas, aunque algunos productos importados de Francia o de Inglaterra empezasen a escasear e incluso aunque los emigrantes no pudieran ya enviar dinero a sus familias. Un artículo sustituía a otro, se prescindía de cuanto no fuera indispensable; los hermanos, los primos y los vecinos se prestaban ayuda mutua y todos se ponían en manos de Dios para que la prueba no se prolongase demasiado. Pocos se daban cuenta de que estaba agonizando un mundo y que a todos y a cada uno, pequeños y mayores, les tocaría a la postre su parte del padecimiento común.
 La población se enteró de los designios de la Providencia bajo la forma de una plaga bíblica, por decirlo de alguna manera: ¡la langosta! En abril de 1915, nubes migratorias de saltamontes nublaron de pronto el cielo antes de caer sobre los campos para devorarlo todo, "lo verde y lo seco" como reza el dicho local.
 En tiempos normales, habría habido penuria; en tiempo de guerra, con todas las privaciones que ya se estaban padeciendo, vino la gran hambruna, la peor que recuerdan los libaneses. Se calcula que murieron hasta cien mil personas, casi un habitante de cada seis; hubo pueblos que se quedaron casi vacíos. Cierto es que ya había habido otras muchas hambrunas en el pasado. Pero ninguna impresionó tanto. Incluso hoy en día se oye decir a veces que la emigración la provocó la gran hambruna del año quince, lo cual es falso, por supuesto, pues ese movimiento ya contaba con varias décadas de existencia: hacia Egipto, hacia diversas "comarcas americanas" y también hacia Australia. Pero creció y aprovechó los horrores de la hambruna para darles la razón a quienes se habían ido ya antes, acallando culpabilidades y remordimientos.
 Durante esas pruebas, Botros consiguió singularizarse una vez más. Lo normal era sembrar la siguiente cosecha a finales del otoño. Los que tenían grano de sobra se lo proporcionaban a quienes no tenían suficiente; la correspondencia familiar rebosa de cuentas de ésas: tantas cajas de grano dadas a éste y tantas a aquél... Pero en el otoño de 1914, al enterarse de que había estallado la guerra, mi futuro abuelo decidió que aquel año no sembraría.
 -¡Está loco!
 No era la primera vez que se lo llamaban. Tenía una incansable propensión -agotadora sin duda para sus familiares más próximos- a no atenerse nunca ni al sentido común ni a la sabiduría del entorno. También en esta ocasión había afilado bien los razonamientos: si escaseaba la comida, el grano reservado para la sementera permitiría aguantar unos cuantos meses más.
 Pero, ¿qué va a hacer al año siguiente? Si no siembra, no cosechará y con la carestía fruto de la guerra nadie tendrá excedentes que venderle... o se los venderá a precio de oro...
 ¡Qué loco! ¡Qué manía de no hacer nunca lo que hacen los demás!
 El trigo crecía en los campos, las espigas granaban y doblaban la cabeza; y todo el mundo compadecía a Botros o se reía de él porque tenía los campos en barbecho.
 ¡Y de repente llegó la langosta!
 El cielo se oscureció a las doce del mediodía, como si hubiera un eclipse, y luego llegaron esos animalitos voraces que se extienden a miles por los campos, que devoran, que siegan a su manera, que lo asuelan todo y lo dejan todo mondo.
 Entretanto todo el mundo había agotado ya las reservas o, como mucho, podía, si las consumía con mucha cautela, hacer que durasen hasta noviembre. ¡Sólo Botros tenía aún con qué alimentar a los suyos para todo el invierno! Situación envidiable, cierto es, y que demostraba que los demás deberían fiarse de él más a menudo; pero ¿acaso no era una maldición ser "envidiable" en tiempos así? ¡Resulta difícil vivir en un pueblo en donde la gente se muere de hambre mientras uno tiene con qué comer! Si Botros hubiera tenido silos de trigo, es fácil suponer que habría puesto gran empeño en alimentar a todos los que se lo hubieran pedido. Pero sólo se había quedado con la parte de la cosecha que debería haberse usado para la sementera, lo que le permitía alimentar a su mujer, a su hijo mayor, al segundo -mi padre había nacido en octubre de 1914-, a su anciana madre, Susene y, como mucho, al menor de sus hermanos con su mujer y sus tres hijos, entre los que se contaba ese a quien en estas páginas llamo el Orador... ¡Era mucha gente y no podía con más carga! ¿Qué hacer si un primo, una prima, un vecino, un alumno o el padre de un alumno venía a pedirle el pan que le evitaría la muerte? ¿Darle con la puerta en las narices?
 En la Escuela Universal, el comienzo de curso, en octubre de 1915, transcurrió en un ambiente apocalíptico. ¿Cómo centrarse en los estudios cuando se tiene hambre y la perspectiva de pasar todo el invierno sin comida? ¡Y, por supuesto, no había ni que pensar en pedirles a las familias que pagasen la escolaridad! Es comprensible que, en semejantes condiciones, a Theodoros le pareciera el momento oportuno para intentar sacar a Botros y a los suyos del pueblo y obligarlo a cerrar el colegio -¡un caso de fuerza mayor!-, al tiempo que le garantizaba un cargo prestigioso y lucrativo.
 Lo que habría debido convertir esa propuesta en muy digna de consideración era que la escuela rival, la del cura Malatios, había tenido que suspender sus actividades poco antes, a la espera de tiempos mejores. Nadie habría podido, pues, decir que Botros había salido derrotado del duelo...
 Mi abuelo no guardó copia en su archivo de la carta con que respondió a Theodoros; o se habrá extraviado. Está claro que dijo que no, puesto que nunca cerró su escuela y nunca fue juez de instrucción. Pero no sé qué argumentos decidió usar. Supongo que expuso los escrúpulos que sentía en echar la llave de la noche a la mañana, siendo así que el curso acababa de comenzar. Comportamiento tal le habría parecido indigno. ¿Cómo? ¿Largarse con la mujer, los niños y los sacos de provisiones dejando que se muriera la gente de su pueblo? ¿Abandonar a su suerte a sus alumnos y a los padres de sus alumnos? Si hubiera sido hombre capaz de desertar así, hace mucho que se habría ido del país. ¿No había vacilado siempre en emigrar debido a la puntillosa y picajosa opinión que tenía en lo referido a los comportamientos responsables y honrosos?»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Alianza Editorial, en traducción de María Teresa Gallego Urrutia. ISBN: 84-206-4575-3.]

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