martes, 13 de febrero de 2018

Carta sobre la tolerancia.- John Locke (1632-1704)


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«[...] estimo necesario, sobre todas las cosas, distinguir exactamente entre las cuestiones del gobierno civil y las de la religión, fijando, de este modo, las justas fronteras que existen entre uno y otro. Si esto no se hace, no tendrán fin las controversias, que siempre surgirán entre aquellos que tienen, o por lo menos pretenden tener, un interés en la salvación de las almas, por un lado, y, por el otro, en la custodia del Estado.
 El Estado es, a mi parecer, una sociedad de hombres constituida solamente para procurar, preservar y hacer avanzar sus propios intereses de índole civil.
 Estimo, además, que los intereses civiles son la vida, la libertad, la salud, el descanso del cuerpo y las posesión de cosas externas, tales como dinero, tierras, casas, muebles y otras semejantes.
 El deber del magistrado civil consiste en asegurar, mediante la ejecución imparcial de leyes justas a todo el pueblo, en general, y a cada uno de sus súbditos, en particular, la justa posesión de estas cosas correspondientes a su vida. Si alguno pretende violar las leyes de la equidad y la justicia públicas que han sido establecidas para la preservación de estas cosas, su pretensión se verá obstaculizada por el miedo al castigo, que consiste en la privación o disminución de esos intereses civiles u objetos que, normalmente, tendría la posibilidad y el derecho de disfrutar. Pero como ningún hombre soporta voluntariamente ser castigado con la privación de alguna parte de sus bienes y, mucho menos, de su libertad o de su vida, el magistrado se encuentra, por lo tanto, armado con la fuerza y el apoyo de todos sus súbditos a fin de castigar a aquellos que violan los derechos de los demás.
 Ahora bien, toda la jurisdicción del magistrado se extiende únicamente a estos intereses civiles, y todo poder, derecho y dominio civil está limitado y restringido al solo cuidado de promover esas cosas y no puede ni debe, en manera alguna, extenderse hasta la salvación de las almas. Creo que las siguientes consideraciones lo demuestran abundantemente:
 Primero, porque el cuidado de las almas no está encomendado al magistrado civil ni a ningún otro hombre. No está encomendado a él por Dios, porque no es verosímil que Dios haya nunca dado autoridad a ningún hombre sobre otro como para obligarlo a profesar su religión. Ni puede tal poder ser conferido al magistrado por acuerdo del pueblo, porque nadie puede abandonar a tal punto el cuidado de su propia salvación como para dejar ciegamente en las manos de otro, sea príncipe o súbdito, que le ordene la fe o el culto que deberá abrazar. Ningún hombre puede, aunque quiera, conformar su fe a los dictados de otro hombre. [...]
 En segundo lugar, el cuidado de las almas no puede pertenecer al magistrado civil, porque su poder consiste solamente en una fuerza exterior, en tanto que la religión verdadera y salvadora consiste en la persuasión interna de la mente, sin la cual nada puede ser aceptable a Dios. Y tal es la naturaleza del entendimiento, que no puede ser obligado a creer algo por una fuerza exterior. Ni la confiscación de propiedades, ni el encarcelamiento, ni los tormentos, ni nada de esa naturaleza puede tener eficacia suficiente para hacer que los hombres cambien el juicio interno que se han formado de las cosas. [...] Sobre esta base, yo afirmo que el poder del magistrado no se extiende al establecimiento de artículos de fe o de formas de culto por la fuerza de sus leyes. Porque las leyes no tienen fuerza alguna sin castigos y los castigos, en este caso, son absolutamente impertinentes, puesto que no son adecuados para convencer la mente. [...]
 En tercer lugar, el cuidado de la salvación de las almas de los hombres no puede corresponder al magistrado, porque, aunque el rigor de las leyes y la fuerza de los castigos fueran capaces de convencer y cambiar la mente de los hombres, tales medios no ayudarían en nada a la salvación de sus almas. Dado que existe solamente una verdad, un solo camino hacia el cielo, ¿qué esperanza habría de que un número mayor de hombres fuese conducido a él, si no tuvieran ellos otras reglas que la religión de la corte y fueran obligados a dejar la luz de su propia razón, oponerse a los dictados de sus propias conciencias y resignarse ciegamente a la voluntad de los que gobiernan y a la religión que, por ignorancia, ambición o superstición, ha establecido el azar en los países en que nacieron? [...]
 Estas consideraciones, omitiendo muchas otras que podrían exponerse con el mismo fin, me parecen suficientes para llegar a la conclusión de que todo el poder del gobierno civil se refiere solamente a los intereses civiles de los hombres, se limita al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con el mundo venidero.
 Consideremos ahora qué es una Iglesia. Estimo que una Iglesia es una sociedad voluntaria de hombres, unidos por acuerdo mutuo con el objeto de rendir culto públicamente a Dios de la manera que ellos juzgan aceptable a Él y eficaz para la salvación de sus almas.
 Digo que es una sociedad libre y voluntaria. Nadie nace miembro de una Iglesia; de otro modo, la religión de los padres pasaría a los hijos por el mismo derecho hereditario que sus propiedades temporales y cada uno tendría su fe en virtud del mismo título que sus tierras, lo cual no puede ser más absurdo. Ese es, pues, el estado de este asunto. Ningún hombre se encuentra por naturaleza ligado a ninguna Iglesia o secta particular, sino que cada uno se une voluntariamente a la sociedad en la cual cree que ha encontrado la profesión y el culto que es verdaderamente aceptable a Dios. Del mismo modo que la esperanza de salvación fue la sola causa de su ingreso a dicha comunión, constituye igualmente la sola razón de su permanencia en ella. Si con posterioridad a su ingreso descubre en esta sociedad alguna cosa errónea en la doctrina o incongruente en el culto, ¿por qué no ha de ser libre de salirse de ella como fue libre para entrar? Ningún miembro de una sociedad religiosa puede ser atado con ningún vínculo que no proceda de la esperanza cierta de vida eterna. Una iglesia es, pues, una sociedad de miembros unidos voluntariamente para este fin.
 Es lógico que consideremos ahora cuál es el poder de esta Iglesia y a qué leyes está sujeto.»

 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Tecnos, en traducción de Pedro Bravo Gala. ISBN:84-309-1135-9.]

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