jueves, 1 de febrero de 2018

El hombre que plantaba árboles.- Jean Giono (1895-1970)


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«Para que el carácter de un ser humano desvele cualidades verdaderamente excepcionales, hay que tener la fortuna de poder observar su actuación durante largos años. Si dicha actuación está despojada de todo egoísmo, si la idea que la rige es de una generosidad sin par, si es absolutamente cierto que no ha buscado ninguna recompensa y que, además, ha dejado huellas visibles en el mundo, entonces nos hallamos, sin duda alguna, ante un carácter inolvidable.
 Hace cosa de cuarenta años, emprendí un largo viaje a pie por unos montes completamente desconocidos por los turistas, en la vieja región de los Alpes que penetra en la Provenza.
 [...] Cuando inicié mi larga caminata por esas tierras desiertas, a un altura de entre mil doscientos y mil trescientos metros, no había más que llanuras desnudas y monótonas en las que sólo crecían lavandas silvestres.
 Atravesé el país por su parte más ancha y, después de tres días de camino, me encontré en una desolación sin par. Acampé junto a un esqueleto de pueblo abandonado. No me quedaba agua desde la víspera y necesitaba encontrarla como fuera. Esas casas arracimadas como un viejo panal de avispas, pese a estar en ruinas, me dieron a pensar que ahí, en otro tiempo, tuvo que haber una fuente o un pozo.
 Y así era; había un pozo, pero seco. [...] Era un día de sol resplandeciente de junio, pero en esas tierras inhóspitas el viento soplaba con una brutalidad insoportable. [...] En todas partes reinaba la misma sequedad, los mismos hierbajos. A lo lejos, me pareció entrever una pequeña silueta negra, de pie. La tomé por el tronco de un árbol solitario. Por si acaso, me dirigí hacia ella. Era un pastor. Una treintena de ovejas reposaban cerca de él, tumbadas en la tierra ardiente.
 [...] Era un hombre parco en palabras. Es propio de los solitarios, pero parecía seguro de sí mismo, con un convencimiento absoluto. Algo insólito en esta tierra despojada de todo. No vivía en una cabaña sino en una verdadera casa de piedra [...]
 Dimos por hecho de inmediato que pasaría la noche allí, el pueblo más cercano estaba a más de un día y medio de camino. Por otra parte, conocía perfectamente el carácter de las escasas aldeas de la región. [...] Las familias, apretadas las unas contra las otras en ese clima  de una severidad extrema, tanto en verano como en invierno, estaban cegadas por el egoísmo. La ambición irracional se desataba, en un afán continuo por escapar de ese lugar. Los hombres llevaban el carbón a la ciudad en camión, y luego regresaban. El yugo constante de dicha tarea doblegaba hasta los temperamentos más sólidos. Las mujeres amasaban rencores. Había rivalidad en todo, tanto en la venta del carbón como en los bancos de la iglesia, en las virtudes opuestas y los vicios opuestos, así como en la amalgama de vicios y virtudes. Y por encima de todo ello, el viento sin reposo crispaba los nervios. Se daban epidemias de suicidios y numerosos casos de locura, casi siempre homicida.
 El pastor, que no fumaba, fue a buscar un saquito y volcó sobre la mesa un montón de bellotas. Se puso a examinarlas, una a una, con gran atención, separando las buenas de las malas. Entretanto, yo fumaba mi pipa. Le ofrecí ayuda. Me dijo que era cosa suya. [...] Tras reunir cien bellotas perfectas, puso fin a la labor y nos fuimos a la cama.
 La compañía de este hombre daba paz. Al día siguiente, le pedí permiso para quedarme un día más en su casa a descansar. [...] Hizo salir al rebaño y se lo llevó a pastar. Antes de irse, sumergió en un cubo de agua el pequeño saco en el que había guardado las bellotas cuidadosamente escogidas y contadas.
 Advertí que, a modo de cayado empuñaba una vara de hierro gruesa como un pulgar, de un metro y medio de longitud. Fingí pasear a mi aire y seguí un camino paralelo al suyo. El pasto se hallaba en  un pequeño valle. Dejó el reducido rebaño a cargo del perro y subió hasta el lugar donde yo me encontraba. [...]
 Una vez hubo llegado, empezó a clavar la vara de hierro en la tierra, abriendo agujeros en los que introducía una bellota; a continuación, volvía a llenar los agujeros. Plantaba robles. Le pregunté si esa tierra le pertenecía. Me respondió que no. ¿Sabía de quién era? No lo sabía. Suponía que era un tierra comunal o tal vez fuese propiedad de gente que no le otorgaba ninguna importancia. No tenía el menor interés en conocer a los propietarios. Plantó las cien bellotas con sumo cuidado.
 Tras la comida del mediodía, reanudó la selección de semillas. Supongo que fui muy insistente en mis preguntas, ya que respondió a todas ellas. Llevaba tres años plantando árboles en ese erial. Había plantado cien mil bellotas. De las cien mil, habían brotado veinte mil. De esas veinte mil, contaba con perder la mitad a causa de los roedores o de los designios imprevisibles de la Providencia. Así pues, quedaban diez mil robles que crecerían en esa tierra desolada.
 Fue entonces cuando me pregunté la edad de ese hombre. A todas luces tenía más de cincuenta años. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Había sido propietario de una granja en la llanura. Allí había construido su vida. Había perdido a su único hijo y luego a su mujer. Se había retirado a la soledad y se deleitaba viviendo sin prisas, con sus ovejas y su perro. Consideraba que esas tierras estaban muriendo por falta de árboles. Y añadió que, como carecía de ocupaciones más importantes, había decidido poner remedio a ese estado de cosas.
 Como en esa época yo también llevaba una vida solitaria, pese a mi juventud, sabía tratar con delicadeza a las almas solitarias. Con todo, cometí un error. Mi juventud, precisamente, me hacía imaginar el futuro en función de mí mismo y de cierta búsqueda de la felicidad. Le dije que, dentro de treinta años, los diez mil robles serían magníficos. Me respondió con toda sencillez que, si Dios le concedía bastante vida, en treinta años habría plantado tantos otros que esos diez mil serían como una gota de agua en el mar.»

 [El extracto pertenece a la edición en español de la editorial Duomo, en traducción de Palmira Feixas. ISBN: 978-84-92723-08-9.]
 

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