sábado, 17 de febrero de 2018

Empezando la vida: memorias de una infancia en Marruecos (1914-1920).- Carmen Conde (1907-1996)


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Mi padre no es capitán

«Si todos los recuerdos penosos se dijeran sin pensar en la opinión de quien los escucha, el corazón se iría aliviando de sus miserias hasta quedarse limpio y ligero, alado corazón para anidar en las ramas del Árbol de Dios. Porque yo quiero ir realzando el mío digo todo lo distante, y ahora, esto que me aflige hasta después de razonarlo con generosidad.
  Mis amigas eran numerosas y se pasaban la vida diciéndose las unas a las otras sus listas de comodidades.
  -¿Qué es tu padre? El mío es comandante y tenemos dos asistentes.
  -El mío es teniente.
  -El mío, coronel.
  De pronto, a mí: -¿Y el tuyo: qué es tu padre?
  Sin pensarlo; dije: -Mi padre, capitán.
  Yo era imaginativa, acaso orgullosa, y experimenté un absurdo rubor de confesar que mi padre no solamente no era militar, ni siquiera comerciante. Así, pues, sin detenerme a pensar, contesté rápidamente:
  -¿Mi padre? Es capitán.       
  Se miraron las niñas, dudosas; una, lista, dijo:
  -¿Y ese que viene a tu casa, de paisano?
  Ya lanzada, ¿cómo retroceder? Repuse:
  -Es mi tío. Mi padre está en el campo.
  (El “campo” en Marruecos era donde estaban los campamentos, las posiciones frente al enemigo.)
  -¿Y vive con vosotras tu tío?
  -Sí.
  -¡Pues nunca viene tu padre!
  -No tiene permiso.
  Y ya no hablamos más de aquello. Mi corazón no sufrió temores; ni torturas por la enorme mentira dicha; era una edad la mía tan poblada de imaginaciones, que no lograba distinguirlas de la realidad; y así, muchas eran las veces en que preguntaba a mi madre:
  -Dime, mamá; "eso"... (cualquier detalle) ¿es verdad o lo he inventado yo? -por lo cual ella tenía siempre como una obligación más la de velar por la autenticidad de mis ideas.
  ¿Quién contó a Masanto, mi amiga hebrea, la conversación con las niñas de militares? Probablemente alguna a la que no convenció mi respuesta. Pero Masanto no tardó en ir a decírselo a mi propia madre. Debió ser en un día muy raro, en el que ésta no me habló en muchas horas. A la noche siguiente, cenando, mi padre estaba serio, triste... Quise yo alegrarlo sin duda y le pedí que me llevara de paseo; o quizá le pediría otra cosa; no recuerdo mi tentativa; sí su contestación:
  -No puedo hacerlo; cuando baje tu padre, el capitán del campo, que lo haga.
  Estaban serios los dos, mi madre y él; debí ponerme roja, quedarme medio muerta de miedo y de vergüenza súbitos, aunque todavía no se me alcanzaba todo el mal de mi embuste.
  -¿Tan mal te parezco, hija mía, que niegas que soy tu padre? Yo no hablaba; mis manos se agarraban a la mesa, frías y crispadas.
  -Soy un trabajador ahora; pero lo mismo que hasta hace bien poco, cuando tú naciste y bien después, tenía coches, caballos y dinero, puedo volver a tenerlos. Por eso no se niega a un padre.
  Su voz era triste, amarga, y todo él dolía como una llaga inmensa. Intervino, airada e incapaz de contenerse más tiempo, mi madre:
  -¿No te da vergüenza haber dicho tú ese disparate? ¡Que tu padre es capitán y que está en el campo! ¡Que el que viene a tu casa es tu tío! Y todo el mundo ve que vivimos los tres solos, que tenemos él y yo la misma alcoba, el que tú dices que es hermano de tu padre. ¿En qué situación me has puesto, hija mía? ¿Qué dirán las madres de esas niñas, de mí?...
  ¿Qué decían, Santo Dios? Yo no entendía ya nada; en mis oídos zumbaba la sangre tumultuosa, y un yelo mortal me envolvía en sus paños mojados. Implacable seguía mi madre, la más fuerte para castigarme siempre que lo merecía, que era con excesiva frecuencia.
  -Tu padre trabaja en un oficio muy digno y muy bonito; sus manos sólo se manchan de oro; viste mejor que esos capitanes, y, además, ¡es tu padre!
  Ya no oía yo nada; comprendía la brutalidad de mis palabras y una pena infinita me empezó a sangrar basta hacerme llorar a mares.
  -¡Yo no sabía que era tan malo decirlo! ¡Yo estaba fastidiada de que presumieran conmigo y por eso fue que lo dije!; ¡pero yo no sabía que era tan malo!
  Lloraba; lloraba; mis ojos siempre secos, incapaces de una lágrima nunca, pasara lo que pasare, eran dos fuentes desbaratadas.
  Mi padre comprendió antes que mi madre, y me perdonó:
  -No llores más, anda; si ya vemos que todo fue culpa de lo fácilmente que sabes mentir.
  Y mi madre: -¡Prométeme que irás a esas niñas y les dirás que las engañaste! ¡Prométeme que no volverás a mentir!
  Prometí, ¿cómo no? Fui a las niñas, deshice el fatal equívoco; se rieron de mi orgullo, justicieramente. No volví a mentir. No he vuelto a mentir. No volveré a mentir.
  Hubo un tiempo en que mi padre fue obrero, sí. Mi padre no era capitán.
Las manos de mi padre
  A partir de aquel día, comenzó una nueva era de mi pensamiento. Las palabras de mi madre. “¡A tu padre sólo se le manchan de oro las manos!”, me impresionaron fuertemente. Todos los padres de mis amigas sufrieron la inspección de mi nueva crítica.
  -¿Tu padre es tendero? ¡Se manchará de grasa! ¿Tu padre es albañil? ¡Se pondrá sucio de cemento! ¿Tu padre es cirujano? ¡Cómo se untará de enfermedades! -y, seguido: -Mi padre sólo toca oro, que es lo más rico del mundo. El oficio de mi padre es precioso.
  -¿Qué es tu padre?
  -Joyero.
  -¡Ah!
  Un exceso de orgullo reemplazó el silencio de antaño, por las mismas razones sin razón: el quehacer paterno, sostén de nuestras vidas, que era preciso exhibir ante la exhibición ajena. Y me dediqué a observar a mi padre cuando trabajaba, a indagar los accidentes de su trabajo; ¡quizá laboraba el subconsciente para reparar el pasado!
  Bajo mis ojos curiosos desfilaron las etapas del oficio. Desde la llegada del oro al taller, hasta su sabida transformación en joya. Primero, las hermosas monedas de oro se doblaban a fuerza de martillazos; luego se fundían en el crisol, con su aleación correspondiente. De allí, después de hervir alegremente, ¡como un verdadero rayo de sol líquido!, pasaba al molde donde, al enfriarse, se ennegrecía; convertido en barritas ya se le trabajaba de distintos modos, según su destino. Era delicioso verle, por ejemplo, adelgazarse a través de los consecutivos ojos de las hileras, hasta ser un hilo finísimo, útil para hacer los eslabones de cadenas, pulseras... O, cuando pasando por aquel rodillo se iba extendiendo en lámina cada vez más fina con destino a ser trabajada como chapa.
  ¡Qué firme el pelo de la cegueta, cortándola después!
  Y los martillazos de la forja sobre el yunque, cuando eran sortijas de sello las que se hacían, (¡aquellas horrorosas sortijas de sello que han ido llevando, cada día más bastas y más feas, todas las escalas sociales del mundo!).
  Y el clavado de los brillantes y demás piedras preciosas: las garritas enhiestas, el cincelito sobre cada una de ellas, y la mano con el martillo: tas, tas, tas, tas..., doblándolas para que protegieran al prisionero de tanto precio.
  Una de las cosas más bonitas era el soldado a soplete. Sobre un taco de madera recubierto de una capa de amianto, se colocaba la joya rota, con su soldadura ya preparada. A ella se dirigía la llama que desde la mecha de una candileja de alcohol se soplaba con un tubo curvo o recto casi. Mientras se soplaba no se podía respirar por la boca, so pena de tragarse la llama ágil, gruesa o delgada, afilada como la lengua de un áspid; o ancha como la de un animalote ordinario. Después se limpiaba la soldadura y se frotaba con unas unturas de piedra pómez y de trípoli -ésta, de rojizo color oscuro-, que olía a alcohol, y que se daban por medio de madejas sujetas a la mesa del pulimento. La joya, al final, brillaba sin vahos gracias a la caricia final de las gamuzas.
  -Papá -comenzaba mi interrogatorio. -El oro, ¿es lo mejor del mundo?
  Él trabajaba con verdadero primor: sobre el cajón de su mesa, abierto, que estaba forrado de cinc caían las limaduras menudísimas del precioso metal. Cuando iba a tocar otra cosa, antes se cepillaba delicadamente los dedos con unos cepillos suaves de pelo largo muy delgado... Aquellas limaduras se recogían después (la «limalla») y se agregaban al material de la nueva fundición.
  -Eso cree la gente -me respondía-; pero yo, no. ¡Ya ves qué negro y qué feo se pone cuando lo sacamos del crisol!
  -¡Sí que sale negro, pero luego brilla mucho!
  -Gracias al trabajo.
  -¿Y los brillantes, qué?
  -¡Bah! Trozos de carbón muy puro que arden que da gusto.
  -¿Arden?
  Mi padre se reía con ironía, y se encogía de hombros. Yo no sabía nunca si exageraba, si me engañaba para desacreditarme las joyas. Lo cierto es que yo no llevaba encima alhajas, que las desdeñaba profundamente.
  Para mí era un momento mágico aquél en que veía traer del Banco largos paquetes de monedas de oro, o de barritas del mismo metal.
  Las primeras caían dobladas bajo la violencia del martillo para transformarse luego en todos los fenómenos que me sabía de memoria.
  -Este es el oro, ya lo ves; una cosa que tiene el valor que quieran darle los hombres. Pero todo, gracias al trabajo. Si no se trabajara, ¿qué valdría él solo? A mí, salvo para hacer joyas que nos den lo suficiente para vivir, no me importa nada el oro.
  Cierto que sí. Mi madre me lo aseguraba constantemente:
  -Hija, tu padre no conoce el ahorro, no sabe lo que es el día de mañana. (¡Había que ver la entonación que daba mi madre a ese plazo de tiempo que se llama “el día de mañana”!). Cuando tiene dinero está deseando gastárselo, repartirlo. Eso está bien cuando uno no tiene hijos, pero cuando se tienen hay que mirar por ellos. ¡Si él me hubiera hecho caso a mí!...
  Esto picaba mi interés.
  -¿Qué hubiera hecho, mamá?
  Ella abría sus ojos negros y dulces, tan honrados, y exclamaba:
  -¡Pues muy sencillo! (Mi madre decía “muy sencillo”, con su acento ligeramente andaluz.) No habría quitado el “negosio”, sino despedido a la mayor parte de los que le estafaban, quedándose con dos o tres de “confiansa”. Él, para dirigir; y yo, ayudándole. ¡Hubiéramos sacado adelante las ruinas! Pero se empeñó en que todos comerían de él hasta el final, y... -aquí un largo suspiro-, así estamos. Menos mal que él tenía un oficio muy bonito, que le hicieron aprender sus tutores (¡otros tales!), cuando se quedó huérfano y propicio al saqueo de sus bienes. Al cabo de veinte años ha tenido que cogerse al oficio otra vez. Pero, ¿y tú, que podrías disfrutar de tantas comodidades? ¿Qué tendrás tú que hacer el día de mañana?
  -Mamá, ¿qué es “el día de mañana”?
  Se reía entonces ella mostrando su magnífica dentadura blanca, y toda su cara morena era un canto de salud y de esperanza. ¡Qué joven era mi madre!
  -¿Tampoco lo comprendes tú, verdad? Pues, hija; el día de mañana es... es “después”. ¿Entiendes? Cuando uno se cansa de trabajar porque está enfermo, o viejo, hay que tener algo que le permita vivir sin sacrificar a nadie.
  Intenté que me explicara mi padre aquello, no muy claro para mí. Pero él se encogió de hombros, indiferente, tardando en contestarme. Luego me miró como si quisiera calar mi alma futura.
  -Eso son cosas de tu madre, seguro, que siempre está barruntando dificultades. Mira; mi madre se murió cuando yo tenía nueve años, y mi padre, de melancolía, cuando aun no había cumplido yo los trece. Éramos muchos hermanos, y yo el menor. Una hermana de mi madre y su marido fueron los albaceas; y con tal honradez cumplieron su deber que a poco estábamos todos en la ruina. Me pusieron a trabajar de joyero; mis primeros maestros fueron buenos conmigo y aprendí pronto el oficio. Me casé con tu madre a los diecinueve años, ella tenía quince y poco más; aunque luchando y sufriendo mucho, nunca nos hemos quedado sin comer.
  Interrumpía mi madre, fogosa de palabra y muy locuaz:
  -¡Bueno, bueno; pero la nena es diferente! ¡Le vendría muy bien tener asegurado su porvenir!
  Él se indignaba sinceramente:
  -¿Para qué; para encontrar un marido que buscara mis ahorros? ¡Vamos, mujer! Lo principal que le dejaré, (y mi madre: -“lo único, dirás”) es un nombre, muy limpio y muy digno. Que aprenda a llevarlo bien, y el resto... Con estas manos yo he ido abriéndonos camino. Que trabaje ella también y que llegue a donde pueda o a donde merezca llegar, ¡Y no me canses a mí más con “el día de mañana”!
  Así, cobraban nuevo interés las manos de mi padre. Ya, implícitas en ellas, crecerían las mías.
  Cuando año después empecé a emplearlas en el trabajo, (¿te acuerdas, padre, allá desde tu desconocido país presente?), y uniéndolas al pensamiento fui abriéndonos paso más firme en la vida, un día le dije:
  -Gracias, padre, por no haber mirado por mi porvenir. ¡Qué estúpida es la vida a cubierto de las angustias económicas! ¡El esfuerzo mío, del cual estoy tan orgullosa, me vale más aún que la propia vida!
  En cuanto a mis manos...
  Mi padre sabe que son tan puras, tan dignas, que sólo el trabajo y la belleza las han retenido entre las suyas.»
 
 [El extracto pertenece a la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.]
 

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