jueves, 8 de febrero de 2018

La ruina de Kasch.- Roberto Calasso (1941)

 
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 Mundus patet

«Es unánime la indignación de los historiadores por la facilidad con la que Talleyrand amontonaba dinero en sus negociaciones, obteniéndolo de los lugares más diferentes. Esas fuertes cantidades se llamaban douceurs. Ya sus contemporáneos sentían gran curiosidad por conocer en detalle sus insolentes exacciones. Barras llena siete páginas de sus Mémoires con una lista de las "Pourboires diplomatiques et affaires de Talleyrand, prince de Bénévent", que pretende que le ha sido entregada por Madame de Staël. Sumando los variados anexos se alcanza la majestuosa cifra de 117.690.000 francos (hasta 1815, y excluyendo las operaciones que pasaban a través de su mujer o de sus emisarios).
 Pero ningún historiador ha conseguido demostrar que Talleyrand haya concluido alguna importante negociación en función de las douceurs que habría recibido. Se hacía entregar dinero, mucho dinero, para hacer cosas que de todos modos habría hecho. Imitaba en esto los procedimientos de su amigo-enemigo Mirabeau. Sabía con mayor claridad que nadie que la historia había pasado del mundo de la douceur al mundo de las douceurs. Por consiguiente, advirtió la oportunidad de introducir un cambio en la praxis diplomática de las douceurs, que tenía una consolidada tradición: no aceptó jamás "tabaqueras o joyas, como era costumbre, sino sólo dinero contante y sonante". Para él una tabaquera habría sido una afrenta, además de algo superfluo. El dinero, en cambio, era el artificio más seguro para ocultarse, un artefacto que mantenía el mundo a una cierta distancia y le arrojaba a los ojos un polvo de oro que le dejaba inerme durante algún tiempo. Una sola regla, decisiva y severísima, emparejaba la era de la douceur con la de las douceurs: Talleyrand se la enunció un día a Vitrolles, para explicarle cómo era posible que Bourrienne no fuera nombrado prefecto de policía: "¿Qué quiere que diga? Bourrienne no servía. Regresaba de Hamburgo con una mala carroza; se le partió una rueda en las proximidades de París y tardó veinticuatro horas en hacerla reparar. Eso quiere decir que es un pobre diablo. Pues bien, aunque Bourrienne tuviera doscientas mil livres de renta, seguiría siendo un pobre diablo. Mire, lo principal es no ser un pobre diablo." Este era su comentario, profano y preciso, a la sentencia evangélica: "A quien tiene le será dado."
 Las douceurs debían disolverse después con presteza en la mesa de juego, en los reveses de las especulaciones, en la perfección del saber vivir. Su cocinero seguía siendo Carême. En tres ocasiones Talleyrand se vio obligado a subastar su amada biblioteca. La última vez, los 3.465 lotes de la Bibliotheca splendidissima que fue vendida en Londres le proporcionaron 210.000 francos. Tenía entonces sesenta y dos años. El día de la muerte de Talleyrand los diarios iban llenos de solemnes e insulsas consideraciones. Stendhal las leyó en Marsella, con irritación. La misma noche escribió a vuela pluma un texto a la muerte de Talleyrand, "por impaciencia... por indignación delante de las frases altisonantes". Estaba "exhausto de cansancio" y se le arremolinaba en la cabeza la imagen de la danzarina española Dolores Seral, a quien acababa de admirar. Pero la primera frase de este inacabado y privado epitafio quema cualquier lentitud mental y descubre inmediatamente la verdad, amablemente indecorosa: "M. de Talleyrand era un hombre de una inteligencia inmensa que siempre andaba escaso de dinero."
 Mientras Johann Caspar Schmidt crecía en la oscuridad provinciana de Alemania, y aún no era Max Stirner, el autor del único libro occidental que expresa la revuelta en su estado químicamente puro, el viejo Talleyrand conversaba prolongadamente con Dorothée, antes de algunas largas noches insomnes en las que "se piensan de manera terrible tantas cosas". En cierta ocasión se entretuvo acerca de sus recuerdos del seminario: "Era tan desgraciado que pasé los dos primeros años del seminario casi sin dirigirle la palabra a nadie. Vivía solo, en silencio, retirado durante los recreos en una biblioteca donde buscaba y devoraba los libros más revolucionarios que podía encontrar, alimentándome de la historia de las revueltas, de las sediciones y de los disturbios de todos los países. Estaba indignado contra la sociedad y no entendía cómo era posible que, por el hecho de verme aquejado por una enfermedad infantil, estuviera condenado a no ocupar el lugar natural que me correspondía."
 Indignado contra la sociedad; son palabras que nadie esperaría de boca de Talleyrand. [...]
 Para Talleyrand, la mesa de la última negociación fue el lecho de muerte. Llevaba tiempo preparando aquel pacto, como siempre; y, sin embargo, sin que nadie lo descubriera. Cuando su mujer, que se había convertido en obesa pese a que había sido una dulce aventurera de las Indias, se apagó, Talleyrand sólo dijo estas palabras: "Esto simplifica mucho mi posición." Era la señal que daba inicio a las últimas jugadas. Frío e impenetrable, como quería su leyenda, desarrolló su lento juego durante más de tres años. Un día dejó caer una frase, como por casualidad, dirigida a Dorothée: "No me disgustaría ver al abate Dupanloup... es nuestro confesor", añadió con una sonrisa semiseria. Unas semanas después el abbé era invitado al hôtel Saint-Florentin, [...] A través del abbé Dupanloup y de Dorothée, que aquí actuaba como ministro suyo, el soberano Talleyrand pactó con la Iglesia, en los últimos cuatro meses de su vida, una "fórmula de reparación". Había que vencer dos obstáculos. Siendo obispo, había votado la impía constitución civil del clero y había ordenado algunos obispos constitucionales; reducido a la comunión laica por un breve de Pío VII, se había casado, en contra del perenne voto de castidad sacerdotal. Unas cuantas hojas corregidas una y otra vez, pasaron varias veces del hôtel Saint-Florentin al arzobispo de París, monseñor de Quélen, firme bretón que llevaba años invocando el gesto del Príncipe. [...]
 Preguntarse si la voluntad de retractarse en Talleyrand era "sincera" es tan inútil como preguntarse si eran "sinceros" los documentos finales del Congreso de Viena. No cabe duda de que para Talleyrand el primer impulso al iniciar la negociación no fue religioso, sino ceremonial. En sus últimos años, Talleyrand se imaginó el riesgo que se le avecinaba. A su muerte, podía serle negada la sepultura religiosa y verse obligado a la miseria de las exequias civiles. Era el único temor que le afectaba.»
 
[El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, en traducción de Joaquín Jordá. ISBN: 84-339-6678-2.]

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