viernes, 9 de febrero de 2018

Lo imprescriptible.- Vladimir Jankélévitch (1903-1985)


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 2.-¿Se nos ha pedido perdón?

«Hay además algo que choca cuando los ex incívicos, los hombres más frívolos y los más egoístas, los que no sufrieron ni lucharon, nos recomiendan que olvidemos las ofensas; se invoca el deber de caridad para predicar a las víctimas un perdón que los mismos verdugos nunca pidieron. Ser mesurado con las víctimas, tener en cuenta sus heridas, ¿no es también eso deber de caridad? En cuanto a los millones de exterminados, en cuanto a los niños supliciados, son tan dignos como los alemanes y demás Sudetes de conmover a los profesores del perdón. ¿Y quién son esos juristas indulgentes, por favor? ¿Por qué tienen tanta premura en pasar la página y decir, con los ex SS: Schluss damit? ¿Dónde estaban, qué hacían durante la guerra? ¿En virtud de qué se permitirían perdonar en nombre nuestro? ¿Quién se lo encargó o les dio derecho? Sea libre cada cual de perdonar las ofensas que recibió personalmente, si así le parece. Pero las de los demás, ¿con qué derecho ha de perdonarlas? También Jean Cassou se dirige a los amigos de los hitlerianos: "¿Quiénes sois los que salís en defensa de los criminales nazis? ¿En nombre de qué, de quién, en virtud de qué principios, en servicio de qué intereses, con que fines os estimáis habilitados para pedir que cese toda querella en su contra, que se los deje para siempre tranquilos?" Y yo agrego lo siguiente: no veo por qué debemos ser nosotros, los sobrevivientes, quienes perdonemos. Temamos más bien que la complacencia con nuestras bellas almas y nobles conciencias, temamos más bien que la ocasión de una actitud patética y la tentación de un rol que desempeñar, nos hagan un día olvidar a los mártires. No se trata de ser sublimes, basta con ser fieles y serios. De hecho, ¿por qué deberíamos reservarnos ese rol magnánimo del perdón? Como escribía en términos admirables un cristiano pavoslavo, Olivier Clément, son las víctimas quienes deben perdonar. ¿Qué calidad tienen los sobrevivientes para asumir el rol de perdonar en lugar de las víctimas o en nombre de los que lograron salvarse, de sus padres, de su familia? No, no nos corresponde perdonar en nombre de los chiquillos con quienes las bestias se divirtieron supliciándolos. Tendrían que ser los chiquillos mismos quienes perdonaran. Entonces nos volvemos hacia las bestias y hacia los amigos de las bestias y les decimos: pedid perdón vosotros mismos a los chiquillos.
 Que los otros, los no implicados, no sean rigurosos con nosotros por machacar indefinidamente con la letanía de la amargura. Este asunto no se liquidará fácilmente. Cuando se ha matado, en nombre de los principios, a seis millones de seres humanos, es de esperar, ¿no es cierto?, que los sobrevivientes hablen de ello durante un tiempo, por mucho que irriten o cansen a los demás; muchos años hacen falta aún para que nos repongamos de nuestro estupor, para que el misterio de este odio demencial quede enteramente dilucidado. Nuestros contemporáneos juzgarán, sin duda, que se habla mucho de los campos de la muerte; y desearán sin duda que no se hable más de ello. ¡Pero no se habla lo bastante, nunca se hablará lo bastante! De hecho, ¿se ha hablado alguna vez? No temamos decirlo: hoy es la primera vez que se habla. Porque la importancia de lo sucedido está muy lejos de haber sido universalmente reconocida. Los sufrimientos desmesurados que marcaron esos años malditos están fuera de toda proporción comparados con la irrisoria mediocridad que la renovación de la postguerra nos ha significado. ¡Amarga, escandalosa ironía de la historia! Casi no hay ejemplos de un cataclismo tan terrible que haya desembocado en unas consecuencias tan miserables, que el remordimiento de semejante tragedia, la tragedia más grande de los tiempos modernos, se haya escurrido tan rápido y casi sin dejar rastros, de la memoria de los hombres... ¡Tantas lágrimas y para llegar a esto!... Desde 1945 otras causas han movilizado a los hombres generosos, otras injusticias han suscitado la indignación de la juventud, a veces nos han servido de coartada para desviarnos de nuestra pesadilla obsesiva, impidiéndonos conferir realidad a esta cosa horrible cuya mera concepción pesa tanto que, propiamente, ningún hombre es capaz de soportarla:  puesto que nada se puede contra las fábricas de la muerte alemanas, por lo menos protestemos, y con todas nuestras fuerzas y mientras aún estamos a tiempo, contra las torturas. Así evitamos la desesperación. Afortunadamente, los nuevos perseguidos ya no están solos, porque los demócratas del mundo entero se unen a su causa. Y los judíos, en cambio, estaban solos. Absolutamente solos. Esta punzante soledad, este abandono absoluto no es el lado menos espantoso de su calvario. Todavía no existían las "Naciones Unidas", todavía no había solidaridad internacional. La prensa estaba muda. La Iglesia silenciosa. Tampoco ella tenía nada que decir. Roosevelt sabía, pero callaba, para no desmoralizar a los boys. Los polacos horrorizados, pero poco propensos a correr riesgos por los judíos, dejaron que la muerte hiciera su obra diabólica casi bajo sus ojos. Todo el mundo es más o menos culpable de no auxiliar a un pueblo en peligro de muerte. La "conciencia universal", como dicen los paladines de la "guerra santa", se ha sentido ciertamente más conmovida por el incendio de un techo de mezquita que por la matanza premeditada y científica de seis millones de seres humanos. Es por eso que digo: nunca se había hablado de esto. ¡Es necesario hablar, finalmente! Hay que terminar por decir claro de qué se trata, ¿verdad?
 Pero nosotros, ante lo acaecido, ¿qué debemos hacer? En el sentido estricto del verbo hacer, no se puede hacer hoy más que gestos impotentes, simbólicos y hasta poco razonables, como por ejemplo no pisar jamás el suelo alemán... ¡y aún menos el suelo austríaco! No aceptar las indemnizaciones de los alemanes, ni sus "reparaciones"... Reparaciones, ¡hélas!, ¿reparaciones por los pequeños judíos que los oficiales alemanes se divertían escogiendo como blancos vivos para sus ejercicios de tiro? A favor de las exigencias de la cohabitación, los torturadores retirados de sus asuntos de tortura hallarán siempre interlocutores suficientemente poco asqueados como para entrar con ellos, sin cargo de conciencia, en relaciones de dinero e intereses y encargarse de lo que a nosotros nos repugna. Nuestro rechazo sin embargo no está exento de significado. Con gravedad y coraje admirables, André Neher ha puesto en claro el significado de este rechazo. Era hora de que André Neher nos lo recordara: la vida sin razones para vivir no merece ser vivida; la vida sin razones para vivir no es sino lo que es: una vida de hormiga o de rumiante. A nuestra vez decimos a los alemanes: guardaos vuestras indemnizaciones, los crímenes no son moneda de cambio; no hay daños ni perjuicios que puedan resarcirnos por seis millones de supliciados, no hay reparaciones para reparar lo irreparable. No queremos vuestro dinero. Vuestros marcos nos horrorizan y más aún esa intención tan alemana de ofrecérnoslos. No, los negocios no son todo. No, las vacaciones no son todo; ni el turismo, ni los lindos viajes, ni los festivales, aun austríacos. Pero esto no podéis comprenderlo. Renunciamos con el corazón en la mano a tantas ventajas, y tan atractivas. Y como uno no puede ser amigo de todo el mundo, escogemos irritar a los amantes de las "hermandades" franco-alemanas antes que herir a los sobrevivientes del infierno.
 Y así algo nos incumbe. Esos innumerables muertos, esa víctimas de las matanzas, esos torturados, esos pisoteados, esos ofendidos son asunto nuestro.
 ¿Quién hablaría de ellos sino nosotros? ¿Quién siquiera pensaría en ellos? En el clima de universal amnistía moral acordada hace tiempo a los asesinos, los deportados, los fusilados, los degollados, no nos tienen sino a nosotros para pensar en ellos. Si dejáramos de pensar acabaríamos de exterminarlos y quedarían aniquilados definitivamente. Los muertos dependen enteramente de nuestra fidelidad...»

 [El extracto pertenece a la edición en español de Muchnik Editores, en traducción de Mario Muchnik. ISBN: 84-7669-031-2.] 
 

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