miércoles, 7 de febrero de 2018

Una tumba para Boris Davidovich.- Danilo Kiš (1935-1989)


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La navaja con la empuñadura de palo de rosa
 
Los vínculos misteriosos
«A finales de noviembre de 1934, la policía de Anatovka arrestó a un tal Aymike, E. V. Aymike, bajo sospecha de haber causado el incendio del almacén de la empresa Digtaryev. Ese acontecimiento puso al descubierto una cadena de misteriosos y velados vínculos. En el momento en el que se inició el incendio, Aymike se refugiaba en la vecina taberna del pueblo, a la que los ochos de las ondulantes huellas de los neumáticos de su bicicleta, claramente dibujados en el espeso barro otoñal, guiaron a la policía, como si siguiera el hilo de Ariadna. La policía se llevó al asustado Aymike; después siguió una fantástica e inesperada confesión: había sido él quien informaba a las autoridades sobre las clandestinas reuniones políticas en el sótano de la casa de la calle Jefimovska 5. Además de un montón de confusos y contradictorios motivos que lo habían llevado a ese modo de actuar, aludió a sus simpatías hacia los anarquistas. No le creyeron. Después de aguantar un par de días más en la celda de aislamiento y arrinconado en una investigación de preguntas cruzadas, Aymike mencionó el caso de la muchacha asesinada. Ésa tenía que ser la prueba clave a su favor: como los miembros de la célula tenían motivos irrefutables para sospechar que alguien les estaba delatando, se veía obligado a sacrificar a alguno de los miembros. Hanna Krzyzewska, que se había agregado a la organización recientemente, había sido la más adecuada, por varios motivos, para ser proclamada traidora. Añadió una descripción detallada de la muchacha, el lugar y el modo del homicidio, como también el nombre del ejecutor.

 La confesión
 Cuando Checoslovaquia pactó con la Unión Soviética las ayudas mutuas y, con eso, por lo menos temporalmente, aplazó la delicada cuestión de las fronteras, a los cuerpos de policía de ambos países se les desvelaron los amplios horizontes de la mutua colaboración. La policía checa pasó a los soviéticos nombres de algunos alemanes de los Sudetes, reconocidos espías del Reich, y, a cambio, los soviéticos les ofrecieron datos sobre algunos antiguos ciudadanos checos, en su mayoría sin gran importancia para los servicios secretos soviéticos, o sobre aquellos que no podían explicar su huida a la Unión Soviética con claros argumentos ideológicos. Entre estos últimos, estaba el nombre de un tal Miksat Hantescu, llamado Miksa. Como las autoridades checas no vieron en él más que un asesino, pues no les resultaba difícil relacionar el caso de la muchacha asesinada, la desaparición de Hantescu y la declaración de Aymike, pidieron su extradición. No fue hasta entonces que las autoridades soviéticas prestaron atención al ciudadano M. L. Hanteshi, quien trabajaba en el sovjós Krasnaia Svoboda. Era un obrero muy trabajador en el matadero, dos veces stajanovista. Lo arrestaron en noviembre de 1936. Después de pasar nueve meses en la celda de aislamiento y, tras terribles torturas, en cuyo transcurso le sacaron casi todos los dientes y le rompieron la clavícula, Miksa pidió que le trajeran al interrogador. Le ofrecieron una silla, una hoja de papel de baja calidad y un lápiz. Le dijeron: "¡Escribe y déjate de exigencias!". Miksa escribió en su confesión, negro sobre blanco, que hacía algo más de un año había matado, cumpliendo con su deber hacia el Partido, a la traidora y provocadora Hanna Krzyzewska, pero negaba tajantemente haberla violado. Mientras escribía la confesión con su dura caligrafía de campesino, desde la pared del modesto despacho del investigador le observaba el retrato de aquél en el que había que tener fe. Miksa miró ese retrato, ese benévolo rostro sonriente, el buen rostro de un anciano sabio, tan parecido al de su abuelo, lo miró humildemente y con amoroso respeto. Después de meses de pasar hambre y sufrir palizas y torturas, aquél fue un momento positivo en la vida de Miksa, ese cálido y agradable despacho del interrogador en el que restallaba una vieja estufa rusa, como hacía mucho tiempo en la casa de la familia de Miksa en Bukovina, esa paz en la que no penetraban los gritos de los presos ni los mezquinos golpes, ese retrato que, de manera paternalista, le sonreía desde la pared. En una repentina exaltación religiosa, Miksa escribió su confesión: que había sido agente de la Gestapo, que trabajaba para socavar la autoridad soviética. En aquella ocasión, nombró a otros doce cómplices del gran complot. Éstos son sus nombres: I.V. Torbukov, ingeniero; I.K. Goldman, jefe de la planta de la fábrica química en Kamerovo; A.K. Berlicky, geodesta, secretario del partido de los sovjós; M.V. Korelin, juez del juzgado regional; F.M. Olsevska, presidente del koljós Krasnoyarsk; S.I. Solovyeva, historiadora; E.V. Kvapilova, profesor; M.M. Nehavkim, sacerdote; D.M. Dogatkin, físico; J.K. Maresku, tipógrafo; E.M. Mendel, artesano sastre; M.L. Yusef, sastre.
 A todos ellos les cayeron veinte años. El que había sido nombrado líder y organizador del complot, A.K. Berlicky, fue fusilado, acompañado por el estruendo de los motores de los tractores, al alba del 18 de mayo de 1938, en el patio de la prisión Butirek, junto a los veintinueve miembros de un segundo grupo conspirador.
 Mijaíl Hantescu murió de pelagra en el campo de prisioneros de Izvestkovo, en vísperas del Año Nuevo de 1941.»
 
 [El extracto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2006, en traducción de Nevenka Vasiljevic. ISBN: 978-84-96489-99-8.]

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